Hubo un tiempo que puede ser
el actual pero no puedo estar seguro de ello, en que las jovencitas sufrían de
la enfermedad del príncipe azul; era una enfermedad muy extraña pues se
manifestaba en ensoñaciones y en continuas decepciones con las parejas
masculinas. Toda joven que se preciara la padecía, algunas la llevaban con
orgullo y otras la ocultaban; las más intrépidas actuaban en contra de los
dictados de dicho padecimiento, necesitando demostrar en todo momento su
independencia y que sus necesidades de pareja se limitaban a diversos
encuentros sexuales de lo más variopinto. Se limitaban a disfrutar del síndrome
hombre-objeto, al igual que todo hombre fantasea con su visión de mujer-objeto;
en el fondo ellas también padecían del síndrome príncipe azul pero actuaban negándoselo
a sí mismas.
Con la madurez muchas se
conformaban con el sapo que tenían a su lado y que a pesar de todos los
esfuerzos, sexuales, comunicativos y de besos de todo tipo y colores; seguía
siendo un sapo y así sería hasta el fin de sus días o en su defecto de la relación.
Otras creían encontrar a su príncipe azul al calor del enamoramiento y cuando
pasaba el efecto hormonal huían despavoridas buscando una nueva ensoñación.
Después estaban las que ya de joven preferían un hombre de usar y tirar, cuyas
filas eran engrosadas con las desencantadas de sus sapos.
El panorama de las princesas
en ese reino era desolador, pues a esto había que añadir a las que cuando veían
a otra princesa disfrutando de un posible príncipe azul, por envidia usaban
todas sus artimañas, incluyendo su cuerpo, para cazarlo con su larga y afilada
lengua.
Un efecto secundario muy
extendido del síndrome príncipe azul era la necesidad de muchas de tener un
hombre a su lado, necesidad de similar intensidad a la de respirar para sus
cuerpos.
Cuando encontraban un hombre
de su agrado, que era amable con ellas y que daba alas a su romántico corazón
consideraban que sólo podrían ser felices manteniéndose junto a ellos. A veces
esos hombres tenían ataduras pasadas, antiguas relaciones o conocían otras
personas, que conservaban o despertaban una llama en su corazón.
Las princesas querían
amarrar a esos hombres, parejas ideales en su mente, pues su existencia sin
ellos carecía del más mínimo sentido. Para ello algunas acudían a prestigiosas
brujas y famosos hechiceros que les amarraban a sus parejas gracias a sus
efectivas pócimas. Se producían cruentas batallas entre princesas que querían
amarrar y otras que querían desamarrar a sus hombres ideales, como resultado el
hombre unas veces estaba con una y otras veces con otra, sin poder llegar a
discernir si como primate predominaba en él una tendencia, digamos natural, a
la poligamia o es que no era capaz de decidirse.
Mientras posibles candidatos
honestos pasaban frente a las princesas amarradas dejando caer pétalos de
insinuación sin que las obsesionadas princesas fueran capaces de ver más allá
de las narices de sus amarrados deseados.
Las del síndrome campanilla,
con su resistencia al compromiso, tampoco podían distinguir entre un Don Juan
de fin de semana de un pretendiente honesto que no perfecto. Pero que bien se
sentía una en los brazos y acunada por las palabras de esos galanes pasajeros;
el problema es que siempre llegaba un lunes y las patas de gallo crecían con el
paso del tiempo.
Nuestra heroína, porque para
actuar así tenía que tener unos ovarios bien puestos, comprendió un día que su
felicidad no dependía de ir del brazo de alguien, que si bien es más agradable
dormir acompañada, siempre que no ronque y no huela mal claro está, tampoco
estaba mal dormir sola, que el sexo por amor era más pleno y satisfactorio que
el desahogo esporádico de las calenturas vaginales, que en el fondo es mejor un
compañero que un salvador, que la mayoría de parejas perdidas por amarres
sentían algo por la otra persona; y en definitiva que su felicidad estaba en
respetarse a sí misma, aprovechar las oportunidades que la vida le daba y
olvidarse de personas que seguramente ni la merecían ni la valoraban. Pues por
desgracia ya conocemos esa desagradable costumbre de muchos machos de estar con
una chica simplemente porque es un buen polvo.
Así que decidió dejar de ser
princesa, arrojo su velo y su corona y con ellas su síndrome de príncipe azul
para comprobar que donde antes sólo había sapos ahora veía a hombres entre ellos
y que los que le parecían príncipes azules eran los más sapos de todo. Se
convirtió en una mujer completa, que no necesitaba una media naranja, pues ya
ella era una naranja completa, para realizarse a sí misma y satisfacerse sus
necesidades; pues la vida es continuo movimiento y ¿Alguien ha visto una media
naranja que ruede hacia adelante?