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Copyright Francisco José Del Río Sánchez 2008

miércoles, 26 de julio de 2017

El viejo de la montaña. La práctica, la despedida. 6ª parte

Si no has leído las primeras partes del relato puedes hacerlo aquí: El viejo de la montaña. La Llegada. 1ª parte.

La práctica

Cada vez hacía mejor tiempo, los días eran más largos y necesitaban menos tiempo para recoger leña y alimentos, pasaban mucho tiempo practicando. La chica aprendió rápido a retrasar su orgasmo y a alargarlo con la respiración, era una buena alumna. También aprendió a retrasar el orgasmo del viejo incluso presionando la corona con los músculos de su vagina; el control de los músculos vaginales le dio la posibilidad de tener a ambos, orgasmos, en posturas que permitían escaso movimiento. Cada vez podía mantener durante más tiempo su orgasmo sin verse desbordada, poco a poco sentía y movía la energía sexual a voluntad. Aprendió a llevarla donde la necesitaba y a almacenarla en su bajo vientre, en su centro energético como decía el viejo.
Le extrañaba que prácticamente llegaba al orgasmo nada más empezaba la relación sexual e incluso tuvo uno solo con la estimulación de sus senos, muy suave eso sí, pero muy placentero.
Una noche con la primavera ya avanzada, durante la cena le dijo al anciano, “Sabes viejo, al principio pensaba, que todo esto era para alargar el placer y aumentarlo, pero ahora caigo en la cuenta que eso es sólo una excusa para otra cosa… Es verdad que no sé muy bien para qué, pero me siento con mucha energía, más segura de mi misma, y con una sensación de felicidad que no había tenido nunca. Tengo la impresión de que hiciéramos una meditación sexual.”
Al terminar de comer el anciano la miró, “eso es porque tu energía se está limpiando y empieza a circular mejor. Tus centros de energía se están abriendo y tus canales permitan la circulación de la energía de tu espíritu. Esa es la felicidad que sientes. Pero la verdadera felicidad es otra cosa. Es algo que no proviene de la satisfacción ni de encontrarse bien. Sólo se puede encontrar en el equilibrio de cuerpo, mente y alma y yo ni siquiera sé lo que es eso…”
“Todavía te queda mucho por descubrir, aquí es fácil pero cuando vuelvas a tu vida, las pasiones te inundaran de nuevo y donde encontrarás alguien que no piense solo en correrse cuando folla.” El viejo se levantó dejándola intentando digerir lo que acababa de escuchar. Nubes grises se formaban en su horizonte. Esa noche no pudo dormir y la pasó meditando frente a la pared.
Unos días después el anciano le dijo que la acompañara al bosque, se acercaron a uno de los arboles más viejos del entorno; su tronco tenía un par de metros de diámetro.
“Pon tus manos sobre él”, le dijo el anciano mientras él también ponía las suyas.
“Siente su energía, deja que entre en ti”, al rato la chica sintió que sus manos se le calentaban y una enorme sensación de paz la inundaba.
“Flexiona un poca las piernas y siente la energía de la tierra, deja que circule a través tuya”. Por un momento se sintió conectada a la tierra, al árbol, a todo lo que la rodeaba.
“Muy bien igual que te conectas al árbol, te puedes conectar a cualquier persona o animal y dejar que la energía que necesita circule a través de ti desde el universo… y tú también puedes recibirla.” Disfruta de la experiencia.
Bastante tiempo después la chica quitó las manos del árbol, sonriendo miró al anciano. Este sentado sobre una raíz del árbol centenario mascaba una planta.
“Ahora vamos a hacer un ejercicio para que te cargues de tierra y dejes de volar tanto.” Sin decir más el anciano le quito el pantalón a la chica y le indicó que se sentará con la espalda apoyada contra el árbol. Se arrodilló entre sus piernas y abriéndoselas comenzó a besarle y lamerle el sexo. La chica no podía creer aquello, era la primera vez que el viejo le practicaba sexo oral, pensaba que no le gustaba.
Respiraba hondo y movilizaba la energía que se generaba en su sexo, sin necesidad de que el anciano se lo indicara; el orgasmo no tardó en llegar a pesar de todo. El anciano bajo la intensidad de su succión, a la vez que le decía que levantara los brazos y pusiera las manos sobre el árbol. Sus pechos erguidos con sus pezones endurecidos apretados contra la ropa, aumentaron su placer. Mientras gritaba sentía como la energía circulaba a través de ella, entre el árbol y la tierra, se retorcía como alguien que toca un cable desnudo de electricidad; pero ella no sentía dolor sino un enorme placer, el sexo le ardía.
El anciano sorbía ruidosamente en su sexo y toda la energía que circulaba por ella tornó a acumularse entre sus piernas, creía que su sexo iba a estallar. El orgasmo no cesaba y a ella le parecía que una bola se formaba entre sus piernas.
El anciano paró, levantándola por las caderas para girarla; penetrándola contra el árbol. “Abrázate al árbol, que voy a relajarte.” Las embestidas del viejo hacían que esa bola se moviera en su interior, empezaba a marearse. “Mueve la energía”, le grito el anciano justo antes de que empezara a correrse, gritaba más que otras veces; eso llamó la atención de la chica que se puso a circular la energía del orgasmo por su cuerpo.
Pasó mucho tiempo, y los dos seguían fornicando contra el árbol sin parar de correrse. El anciano a diferencia de otras veces golpeaba con más fuerza. Ambos tenían un orgasmo mezcla de dolor y placer. Los testículos de él estaban tan duros que le dolían. Ella no podía aguantarse con sus piernas y era el anciano quien la mantenía en vilo.
Necesitaba parar, se soltó del árbol, cayendo hacia adelante, el anciano soltó sus manos dejando que se precipitara contra el suelo. Se acurrucó allí gimiendo sin parar, tenía su sexo como si hubiera sido el tronco del árbol el que hubiera penetrado su vagina. El anciano se vistió y sin mediar palabra la subió a sus espaldas, para volver a la cueva. Cuando llegaron estaba dormida, la acostó arropándola con las mantas, tumbándose junto a ella. Le puso una mano sobre la coronilla y otra entre las piernas, trabajándole la energía hasta que la sintió equilibrada. Él también se durmió.



La despedida

Hacía ya calor de día; la primavera llegaba a su fin. Pronto llevaría un año allí, se preguntaba cuándo volvería su padre por ella. Sus pensamientos eran contradictorios, por una parte deseaba volver a verlos, volver a la ciudad, a tener un baño en condiciones; pero por otra parte sentía que estaba aprendiendo algo importante aunque no sabía muy bien que era.
El viejo llevaba unas semanas raro, lo veía desmejorado con mala cara; pero no creía que estuviera malo pues el sexo era cada vez más intenso; pasaban horas “practicando”, con orgasmos de media hora y más. Ella se sentía una persona diferente, el viejo le decía que estaba recuperando su luz. No sabía bien que era eso. También había empezado a decirle que ya no le necesitaba a él.
Pero lo que de verdad le preocupaba es que había empezado a acumular leña delante de la cueva, se pasaba horas porteando leñas y acumulándola sobre el suelo. Ya solo hacía eso, aparte de “practicar”. Colocaba los troncos cuidadosamente formando una plataforma, tan amplia que se podía acostar uno en ella. Cuando le pregunto qué hacía no le contestó.
Unos días después mientras comían le dijo: “Es una pira funeraria para mí.” Sin añadir nada más. No le echó cuenta.
Una noche cuando terminaron de practicar, la chica le pregunto al viejo, “Nunca me la metes por el culo que pasa que no te gusta”. El anciano la miró echándose a reír, “claro que me gusta, pero la energía que despertaría en ti te desbordaría y podría volverte loca”. Qué raro es el viejo, se dijo la chica.
Casi una semana después el anciano la importunó mientras meditaba gritando que había terminado. “Ya está lista, ven a verla”. Salió fuera con desgana a mirar la obra del anciano, tenía un metro y medio de alto, uno de ancho y casi dos metros de largo; le había llevado varias semanas construirla, que pérdida de tiempo pensó ella, querrá hacer una hoguera de San Juan.
“Muy bien, esta noche te transmitiré mi esencia”, exclamó el anciano dejándola pasmada a la puerta de la cueva, marchándose sólo por el bosque.
Volvió ya de noche, la chica había preparado algo de comer ya que tardaba tanto. “¿Dónde has estado?, Me estaba preocupando”.
“Veo que tenías hambre”, dijo el anciano mirando la comida.
Al sentarse a comer dijo: “He estado despidiéndome, hacía tiempo que no veía a mi amiga, sus cachorros están muy crecidos y son muy juguetones. Por cierto le gustó el ciervo que le subimos, no te molestará.”
Definitivamente se ha vuelto loco pensó la chica sin contestarle.
Esa noche era especial, por primera vez el anciano la besó apasionadamente mientras le acariciaba el rostro suavemente, antes de desnudarse. Era como si fueran una pareja y por primera vez no se avergonzó de follar con un viejo.
La dulzura lo impregnaba todo, los movimientos, los gestos, la penetración; no practicaron sexo oral ni se masturbaron, era como si estuvieran haciendo el amor de verdad. El anciano no le decía que respirara de esta manera ni que llevara la energía a ningún sitio. Todo era como más espontaneo y el orgasmo suave pero igual de intenso. Pronto adoptaron una postura cómoda para los dos y descansada, regocijándose en el orgasmo mutuo y continuo; el tiempo pasaba sin que les importara.
Una eternidad después, el anciano se levantó indicándole que se pusiera a gatas, “hoy penetraré tu ano… Ha llegado el día.”
La chica esperó que la ensartara por detrás, abriendo su ano con deseo. Lentamente y sin oposición se introdujo el pene en su interior, haciéndola rabiar de placer. El viejo se movía dentro de su ano gritando con cada nueva embestida.
Creyó enloquecer, nunca antes ella había sentido tanto placer, se olvidó de la respiración, de la energía, de todo. Solo atinaba a gritar: “Más fuerte”, una y otra vez.
El anciano paró. “Voy a eyacular cuando lo haga sentirás algo que no has sentido nunca, recuerda que tienes que bajar la energía.” Aunque se había parado ella seguía gritando, pues solo sentir su ano lleno de su enorme polla caliente la volvía loca; sin apenas prestarle atención le rogó que siguiera.
El anciano reanudo sus embestidas, aún más violentas, produciéndole a ella la sensación de que el pene llegaba hasta sus riñones; gritaba como loca y parecía que iba a perder el conocimiento. De pronto le pareció que el anciano estaba delante de ella, era imposible sus violentas embestidas le abrían el ano cada vez más haciéndole retorcerse de placer. Esa forma borrosa delante de ella se puso debajo, sintiendo como la abrazaba. Algo entraba en su sexo.
La barrera entre ano y vagina desapareció, un enorme pene la penetraba por completo; gritaba sin sentido y apenas podía entender que sucedía, pero algo que parecía el viejo la abrazaba, acariciándole la cabeza. Era como si el viejo entrara en ella y sus energías se fundieran.
Estaba loca pero no quería que parara aquello, un calambre recorría su columna; las embestidas aumentaron y un océano de semen inundó su ano; para ella llegó hasta su cabeza y no paraba de subir. La columna y la cabeza le ardían, pero está última parecía que iba a explotar. Se derrumbó si parar de gritar y el anciano cayó sobre ella. Recordó sus palabras.
Se concentró en hacer bajar la energía de la cabeza hacía el coxis, al principio con dificultad, después de un rato esta circulaba pero ella seguía corriéndose y gritando; arqueaba su espalda con cada movimiento de la energía, pero no podía moverse mucho pues el cuerpo del viejo estaba sobre ella con su pene alojado en su ano.
La serpiente se movía en su interior, conectando su coronilla con el cielo y su coxis con la tierra, una explosión de placer la desbordó y su interior se expandió en todas direcciones; todo dejo de tener sentido. La intensidad la hizo desmayarse perdiendo la conciencia.
Estaba en la cueva, el anciano la tomó por las manos y sonriendo le dijo: “Es hora de partir… Estás preparada… No me necesitas.” Difuminándose a continuación su figura ante ella.
“Nooooo”, su propio grito la despertó, tardó en darse cuenta que estaba desnuda tumbada en el suelo con el cuerpo del anciano sobre ella, todavía tenía su pene menguado en su ano. Menos mal se dijo.
Al tocar al anciano para librarse de su peso, dio un respingo, estaba frío. Lo apartó bruscamente, sintiendo dolor al salir bruscamente el pene de su ano. Miró al viejo con miedo. Cuanto tiempo había estado dormida.
No se atrevía a tocarlo; cuando lo hizo estaba helado y comenzaba a ponerse rígido. Asustada se alejó del cuerpo hasta el otro extremo de la cueva, se acurrucó envolviéndose por completo en una manta, no entendía, no quería entender. Luchando por no aceptar lo sucedido se durmió de nuevo.



¿Volver o no volver?

Se despertó temprano, el fuego estaba casi apagado, tiritaba de frío. Esquivando el cuerpo del anciano, avivó el fuego con unos troncos; pronto recuperó el calor del cuerpo. Se vistió, su mente estaba parada, se comportaba como un autómata; aunque tenía hambre no comió. Envuelta en la manta salió al exterior de la cueva.
El tibio sol del amanecer teñía los arboles de dorado, observó en silencio la estructura de leña que había montado el viejo durante semanas.
Pasaron varias horas antes de que el sol iluminara la pira; su mente había dejado de funcionar, su corazón no expresaba ninguna emoción, sólo un vacío insondable la inundaba; pero para darse cuenta de eso tendría que haber tenido alguna reflexión en su mente.
Entró en la cueva y arrastró el cuerpo del anciano hasta la pira, con enormes esfuerzos consiguió ponerlo arriba de la misma. Sacó varios troncos encendidos de la hoguera y los introdujo en la base de la pira.
Llevaba días sin llover y la leña estaba seca, pronto surgieron las llamas. Se sentó a observar el baile de las llamas abrazando el cuerpo del anciano.
Pasó el día observando como la leña se consumía junto al cuerpo del viejo, recreándose en como la estructura se iba viniendo abajo conforme los troncos se carbonizaban. Al atardecer se durmió de nuevo.
Cuando despertó de madrugada unas enormes ascuas ocupaban el lugar de la pira, del anciano no quedaba nada. Se acostó junto a ellas para librarse del frío intenso. Durmió hasta el mediodía.
Su estómago rugía tras un día sin comer. Entró en la cueva, el fuego era solo un rescoldo casi apagado. Tomó con un cacharro de la comida las ascuas y las echo junto a los restos de la pira. Sacó las mantas, las ropas del viejo y las arrojó sobre las ascuas. Pronto un olor a tela quemada lo inundó todo. Buscó entre sus ropas, las que traía al llegar; se cambió quitándose esas horribles ropas de trabajo. Le quedaban grandes, necesitó una cuerda para amarrarse el pantalón.
Arrojó todas sus ropas al fuego junto al resto de cosas quemables de la cueva; rebuscando encontró una libreta amarillenta y con las hojas añadas, era el diario del anciano, de sus primeros tiempos allá en la montaña. Hacía décadas que dejó de escribir. Se lo guardó entre sus ropas.
Apenas comió nada; apagó el fuego que quedaba con el agua de la acequia y ya entrada la tarde, comenzó a descender, con suerte llegaría a la cabaña del envío antes del anochecer.
Caminaba segura de sí misma; no necesitaba a nadie que le indicara el camino ni la guiara. Sabía que pasos tenía que dar a cada momento.



martes, 18 de julio de 2017

El viejo de la montaña. La enseñanza, la apertura a una nueva energía. 5ª parte

Si no has leído las primeras partes del relato puedes hacerlo aquí: El viejo de la montaña. La Llegada. 1ª parte.


La enseñanza

El invierno continuó en su desarrollo, con días duros, la mayoría; y otros más amables, los menos. La chica cada vez pasaba más tiempo junto al anciano meditando frente a la pared. Ya salía sola por el bosque a recoger leña; se dio cuenta que le gustaba estar sola en la profundidad del bosque. A veces se sentaba en silencio a escuchar los sonidos de la espesura, e incluso llegaba a tener la sensación de que escuchaba la respiración de los árboles.
Cada vez hablaban menos, había días que no cruzaban palabras; a ella le parecía, en ocasiones, que eran los únicos seres humanos. Sus recuerdos de la vida “normal” emergían como ensoñaciones de su memoria. Incluso dudaba que hubiera tenido padres o amigos; ya no se acordaba de su vida anterior, de sus motivaciones. Estaba sumergida en un mundo en el cual sólo importaba la piedra que pisaba, el tronco que tocaba o el sol que la calentaba. Aunque a veces en la noche la embargaba una fuerte melancolía y se apretaba con fuerza contra el cuerpo del anciano.
El torbellino de pensamientos de su mente se había calmado; la lucha incesante con los mismos cada vez que se sentaba a meditar había desaparecido. Ya no luchaba con ella misma. Estaba calmada pero no era la paz, sólo una tregua.
Los días crecían en su duración tras cada amanecer y, aunque el frio era intenso, un nuevo aliento de vida inundaba la montaña. Una tarde soleada el anciano la llevo a contemplar la parada nupcial de las águilas, junto a su nido; al verlas copular se estremeció en su interior.
Durante la cena se sintió rara, sentía deseo después de un par de meses, pero era un deseo diferente; una necesidad diferente. Su cuerpo le pedía algo, que parecía deseo sexual, pero diferente. Quizás necesitara amor de verdad, físico, emocional y mental.
No podía dormir, abrazada al cuerpo cálido del anciano que dormía hacía tiempo. Echó de menos un abrazo sincero; se acordó de la despedida de su padre y de cómo la abrazó. Eso era amor, no se había dado cuenta hasta ahora; se maldijo por no haber abrazado a su madre de esa manera, por haberse ido casi sin despedirse. Deseo profundamente estar con ella, mientras lloraba se concentraba en la idea de estar con ella, de decirle lo que la quería. De pronto sobresaltada tuvo la sensación de estar junto a su madre, sentía el cuerpo del anciano pero era como si no estuviera en la cueva.
Buscó a su madre, le pareció verla acostada delante de ella; se giró poco a poco, el dormitorio de sus padres fue tomando forma. Su madre dormía sola, se acercó a ella; arrodillándose junto a la cama le acaricio el pelo. Su sueño era inquieto, le sorprendió que su padre no estuviera. La abrazó, mientras lloraba en la cueva le decía lo que la quería y la echaba de menos.
Se acordó de su padre, se vio recorriendo la casa; sin darse cuenta estaba frente a él, que dormía en el estudio. Podía sentir la culpa que lo envolvía, entendió. Después de abrazarlo un rato le susurró al oído que estaba bien, que había hecho lo correcto, que lo quería. Al volver a la cueva pensó en sus amigos, no merecían la pena, gente sin corazón ni futuro, como ella hasta hace poco.
No pudo dormir esa noche, se levantó y se sentó a meditar frente a la pared. Se olvidó del frío, del sueño, del cansancio, de la falta de amor; en definitiva se olvidó de sí misma. Al levantarse el anciano la encontró meditando, no dijo nada y se limitó a preparar el desayuno como todos los días.

La apertura a una nueva energía

Pasó una noche, más tarde o más temprano tendría que pasar; ya el sol calentaba con fuerza, las nieves se habían retirado del bosque y este mostraba la incipiente primavera en todo su esplendor.
A pesar de que el frio disminuyo por las noches, ella seguía durmiendo abrazada a la espalda del anciano; el calor de la primavera, su necesidad de sentir el amor y el ímpetu juvenil la sorprendieron a si misma acariciando el pecho del anciano. Este dormía y ella había metido la mano bajo su ropa. Se recreó en su cuerpo escuálido sintiendo como el deseo brotaba en ella. Se preguntó si el viejo se empalmaría todavía o la tendría ya muerta; sonrió ante este último pensamiento. Introdujo su mano bajo el pantalón del anciano, encontrando su sexo cálido y blando. Joder este viejo todo lo tiene caliente con el frio que hace, se dijo.
No tenía nada de particular pero le sorprendió lo suave de la piel de ese sexo, se evadió acariciándolo un rato, ensimismada en sus fantasías. No se dio cuenta que el anciano se despertaba conforme crecía su pene, para sorpresa de ella alcanzo un tamaño considerable, no pudo refrenarse y lo apretó con fuerza. Deseó que la penetrara.
Siempre creyó que los viejos la tendrían chica. Sus dedos se llenaron del lubricante que empezaba a brotar del pene. En ese momento se asustó al ver que el anciano se incorporaba girándose hacia ella. La vergüenza la inundo sin saber que hacer o decir. Quería que la tierra la tragara.
Sin tiempo a reaccionar el anciano, después de quitarse sus pantalones, le estaba bajando los suyos. El deseo explotó en ella, el anciano se colocó entre sus piernas, haciéndola sentir el roce de su verga en el sexo y entre las piernas. Las abrió por completo, mientras él le quitaba el resto de la ropa.
“Cierra los ojos y olvídate de todo” le dijo a la vez que le besaba los pezones. El placer la invadía, agarrando las caderas del anciano lo atrajo hacia ella para que la penetrara. El introdujo un poco el glande en su sexo dejando la corona a la altura de los labios de ella. Eso la hizo excitarse aún más, mientras él se entretenía en lamer, besar y morder sus erectos pezones.
“Fóllame ya” grito la chica.
“Debes aprender a no precipitarte” le contestó el anciano a la vez que introducía su verga por completo en la vagina de ella. Se movía en su interior de forma suave pero rítmica y constante. Ella se retorcía, abriendo sus piernas al máximo y enroscándolas en sus caderas, su excitación era máxima pero no terminaba de llegar al orgasmo. No podía soportarlo.
“Más fuerte, fóllame más fuerte”, exclamó varias veces mientras clavaba sus uñas en las nalgas del anciano.
Este concentrado en sentir la energía sexual, la hacía circular a través de su columna, ascendiendo del perineo a su coronilla y después descendiendo. Su orgasmo era suave y continuo, pero la chica gritaba cada vez más y se movía violentamente. Había que terminar.
Con cada violenta embestida los gritos de la chica resonaban en el interior de la cueva, creyó volverse loca, intensos calambres recorrían su cuerpo y los músculos de su vientre se movían con cada oleada del orgasmo. Cuando empezó a bajar de intensidad, el anciano se echó sobre ella, besándola y aspirándole en la boca. Le pareció que algo entraba por su sexo y salía por su boca. Era una sensación agradable que terminó de calmarla.
El anciano se retiró, para dormirse después de haberse vestido. Ella todavía continuaba con la respiración agitada, desnuda y con las piernas abiertas.
Al día siguiente se despertó tarde, entumecida y agotada, el anciano no estaba, se sentó al sol de la mañana a esperarlo. Cuando llegó no dijo nada, como si no hubiera sucedido lo de anoche. Se puso a preparar la comida.
La chica se acercó. “Tenemos que hablar”, le dijo mirando el suelo.
Al rato el anciano, la miró a la cara diciéndole “Desperdicias tu energía, tienes que aprender a movilizarla correctamente. El sexo sólo para correrse carece de sentido”. Añadiendo a continuación: “Si quieres puedo enseñarte y practicarlo juntos, pero debes hacer lo que te diga.” La chica se volvió en silencio.
Comiendo reflexionaba sobre las palabras del anciano. Al terminar dijo, “Lo que usted diga”, se sorprendió al escuchar salir esas palabras de su boca, siempre lo había tratado de viejo, despectivamente, acompañándolo normalmente de algún exabrupto. El anciano se rio escandalosamente haciéndola avergonzar; se arrepintió de lo que había dicho. “Puedes seguir llamándome viejo, me había acostumbrado a ese nombre” le dijo sonriendo mientras se levantaba a fregar los cacharros.
Esa tarde cuando meditaban el anciano se levantó para avivar el fuego, al rato la llamó, indicándole que se desnudara y se tumbara delante del fuego. Sorprendida hizo lo que le mandó, aunque estaba tranquila y no tenía ganas. Se tumbó boca abajo desnuda. El anciano masajeó su cuerpo untándole un aceite aromático. El bienestar la inundaba, abandonando sus reparos, al darse la vuelta las caricias de las manos del anciano sobre sus pechos y su cuello terminaron de excitarla. El anciano se tumbó junto a ella diciéndole “Voy a enseñarte a retrasar el orgasmo”, mientras introducía su mano entre las piernas de ella.
La masturbaba a la vez que la besaba en la boca y recorría con sus labios y su lengua su cuello, sus orejas, los pechos; recreándose en succionarle los pezones. Pronto estuvo muy excitada. “Respira con tu abdomen, llena tu vientre de aire con suavidad y suéltalo lentamente” le decía el anciano mientras bajaba el ritmo y la intensidad de la masturbación. A ella le costaba trabajo concentrarse en la respiración pues no paraba de gemir, el orgasmo se aproximaba como una avalancha.
El anciano retiró la mano, “no pares”, grito ella. “Respira hondo y volveré a tocarte”, se esforzó en concentrarse en la respiración, calmándose un poco. Acarició de nuevo su clítoris y sus labios vaginales, soplándole sobre su pubis. A duras penas la chica conseguía respirar profundamente, se veía desbordada por el orgasmo. El anciano volvió a retirar la mano, pero ella no pudio evitar tocarse; el orgasmo se desbordó como una presa que revienta. Sus gritos eran ensordecedores, parecían no tener fin. “Respira hondo”, le susurraba el anciano al oído. Intentaba respirar hondo, pero era difícil gritando a la vez; el orgasmo duraba más de la cuenta y tuvo que dejar de tocarse. “No puedo más.”
Cuando se calmó, el anciano se bajó los pantalones mostrando su pene erecto. “Ahora te toca a ti.” La chica se sorprendió de la naturalidad del anciano. “Cuando sientas la proximidad de mi orgasmo tienes que presionar la corona de mi glande, lo puedes hacer con la mano, con los labios o con los músculos de tu vagina, eso me producirá un orgasmo extendido y evitará que eyacule.”
La chica comenzó a masturbarle; la excitación le hizo saborear varias veces la cabeza del pene del anciano; este tumbado respiraba calmadamente. Definitivamente se introdujo el pene en la boca, chupándola con deleite. El anciano empezó a resoplar con fuerza y a gemir, no sabía si parar; de pronto el glande creció llenándole casi por entero la boca; decidió hacer lo que le había dicho el anciano presionando con sus labios la base del glande, se dio cuenta que su lengua presionaba la punta del sexo. El anciano gemía y empezó a mover las caderas, era como si follara su boca; a duras penas mantenía la presión sobre la corona. Ahora el anciano gritaba pero aunque sus movimientos eran de eyacular el semen no inundaba su boca, se estaba excitando de nuevo y el deseo de montar al viejo la invadía.
Este no paraba de correrse, cada cierto tiempo tras varias respiraciones profundas volvía a mover con fuerza las caderas, ella chupaba lentamente el glande y lamía la parte inferior del pene. El viejo llevaba mucho tiempo corriéndose, ya era hora de que le tocara a ella; se puso sobre él introduciéndose el pene en su sexo. El anciano le agarró los senos, apretándolos con fuerza. Ella se sorprendió, un orgasmo suave la inundó, se olvidó del viejo cabalgándolo con fuerza. Este continuaba con el orgasmo levantándola del suelo con sus embestidas, el orgasmo aumento de intensidad haciéndola gritar. El anciano se paró quitándosela de encima.
“¿Qué haces viejo?” gritó ella con coraje. “Espera" le dijo él, "vamos a usar otra postura y podremos seguir corriéndonos los dos”; se sentaron uno frente al otro, ella con una manta bajo sus glúteos para elevarla. La penetró de nuevo proporcionándole un gran placer pues su pene presionaba a la vez su clítoris y su punto G. Con ligeros movimientos de cadera alcanzaron de nuevo el orgasmo mientras se abrazaban y besaban, luchando con sus lenguas.
“Ahora cuando yo sople, tu absorbes, imaginando que entra energía por tu boca saliendo por tu sexo”. A la chica le costaba trabajo hacerlo mientras se corría, pero pronto empezó a sentir un calor que recorría su cuerpo, el placer aumentó haciéndola gritar de nuevo; no necesitaban apenas moverse para continuar con el orgasmo.
“Ahora sopla tú, la energía entra por tu sexo y sale por tu boca” le indicó el anciano; al poco le ardía el sexo y apenas podía respirar, se mareaba. “Tranquila respira hondo” le dijo él, al rato comenzó a llorar; el anciano movió de nuevo sus caderas provocándole un nuevo orgasmo sin poder dejar de llorar. Era como si su cuerpo se abriera, su pecho se expandía y se liberaba del dolor de años. “Sigue gritando”. Cuando comenzó a calmarse el anciano paró de moverse, abrazándola con fuerza. Así estuvieron un largo rato, mientras el pene del anciano menguaba en el interior de su vagina. “Ahora respira al mismo ritmo que yo” le dijo sin dejar de apretar su cuerpo.
A la chica le pareció que su cuerpo se fundía con el del anciano; una enorme sensación de paz la inundaba, tranquilizándola. Al rato una felicidad sin motivo colmaba su ser.
Se separaron.
Cenando y tras un tiempo de duda le dijo al anciano “Tu nunca te corres.”
“Si te refieres a eyacular, a mi edad no puedo desperdiciar mi semen” le contesto él sin dejar de mirar el plato.
Antes de dormir el anciano le entregó dos piedras pulidas del arroyo del tamaño de una pelota de golf, “Toma para que fortalezcas los músculos de tu vagina, las cogí para ti”. La chica las tomó sin decir nada, “No las uses durante mucho tiempo, un poco cada vez, para no lastimarte.
Esa noche al acostarse empezó a practicar. Después se durmió como siempre abrazada al anciano.






Gloria Fuertes

He leido El libro de Gloria Fuertes, una antología de sus poemas y de su vida, no ha dejado de sorprenderme esa mujer vitalista, transgresora y adelantada a su época que fue encasillada por la fama como poeta infantil, cuando fue una mujer rompedora en todos su ámbitos de vida. os dejo algunos de sus poemas:

No, no y no:
Una llama no se apaga con otra llama,
ni un crimen con otro crimen
ni un amor con otro amor.

Me hice libre:
Me hice libre.
Vivo libre
en esta inmensa celda
de castigo que es la tierra.
Decir la verdad
me desencadena.

Me desprecias
Me desprecias porque quisieras ser como yo
y en vez de imitarme
destrozas el espejo.

No dejemos a nadie del todo
No dejemos a nadie del todo.
Si te vas y dejas al perro solo,
métele una zapatilla en la perrera, olerá a ti,
se creerá que estás,

se sentirá mejor.








lunes, 17 de julio de 2017

La cresta de la ola

Vas en la cresta de la ola y el viento acaricia tu rostro, contemplas todo el paisaje y te crees grande. Todo sale fácil, todo tiene sentido y  te sientes vivo, pero todo es efímero...
La ola termina siempre cayendo y atrapándote en su rebufo de caos donde todo se confunde, deseos, sentimientos, pasiones... No sabes donde estás, no ves nada claro, estás desorientado... Sólo quieres levantarte para coger otra ola, subir a su cresta y sentirte pleno de nuevo...
A veces lo consigues pronto, otras pasan olas revolcándote de nuevo en tus miserables creencias, haciendo más difícil recobrarte...
Pero siempre que coges la cresta, vuelves a caer. Pero te dices que vendrá una gran ola que te llevará en su cresta para siempre... Te engañas y sufres...
Escuchas y lees palabras vacías que dibujan maravillosos paisajes en tu mente fantasiosa, estiércol para la felicidad... Palabras de Amor desde la posesión, la angustia y el dolor... Te preguntas que es Amar sin encontrar respuestas... Quizás sea disfrutar del aire en la cresta de la ola y del agua turbia luchando por entrar en tus pulmones cuando rompe...







domingo, 16 de julio de 2017

El viejo de la montaña. Las nevadas, el visitante . 4ª parte

Si no has leído las primeras partes del relato puedes hacerlo aquí: El viejo de la montaña. La Llegada. 1ª parte.

Las nevadas

Los primeros copos de nieve pincelaron de blanco las partes altas del valle, muchos árboles sustituyeron sus verdes hojas por minúsculos carámbanos de hielo. La vida se volvió dura, complicada, el frío por las noches era tan intenso, a pesar del fuego, que la chica se acostumbró a dormir abrazada a la espalda del anciano; daba más calor que el fuego. La nieve dificultaba la búsqueda de leña para el hogar, apenas tenía tiempo para pensar, pasaban el día recogiendo leña para secarla en el interior de la cueva. Sólo meditaban los días que nevaba o llovía.
El tiempo pareció detenerse en una búsqueda constante por la supervivencia, había días que ya no se acordaba de su anterior vida, de su familia, ni siquiera de quien era. Por suerte la cueva estaba bajo el límite de la nieve, aunque las grandes nevadas descendían por todo el valle, al cesar la ventisca, el buen tiempo derretía las nieves a sus pies.
Una ventisca persistente les impidió durante una semana recoger el envío quincenal, por primera vez desde que estaba allí, pasó hambre. Una noche mientras se apretaba hambrienta y aterida de frío contra la espalda del anciano, las lágrimas brotaron de sus ojos, una pena incontenible rebosaba en su pecho; no pudo resistir más, empezó a llorar con estrépito, sin consuelo. El anciano se giró y la arropó contra su pecho, era cálido y acogedor; después de varios meses la pena de años afloró por primera vez, junto a la desesperación del momento.
Gritaba de dolor, aullaba mientras sus lágrimas corrían profusamente por sus mejillas, el anciano le acariciaba la cabeza mientras emitía un leve ronroneo con su abdomen.
Era mediodía cuando se despertó, el anciano meditaba; en la mesa un poco de comida que devoró con fruición.
El anciano se acercó a ella, “Anoche tuve que cambiarme la camisa”, fue el único comentario que intercambiaron. Estaba muy cansada pero tenía la extraña sensación de estar más ligera, de haberse liberado de algo que la oprimía en su interior. Al salir afuera y sentir el calor de los rayos del sol sobre su cuerpo sonrió.
“Ven necesito que me ayudes”, siguió al anciano de mala gana, pero se sentía optimista. “Esta mañana mientras recogía leña me he encontrado algo”, le dijo el anciano caminando entre el bosque sin girarse a mirarla. Le costaba trabajo caminar sobre la nieve blanda al ritmo del anciano, conforme la sensación de frío en sus pies aumentaba iba perdiendo el buen humor. Maldito viejo, dijo para sí.
“Creí que era un tronco, pero al tirar de él y quitarle la nieve, vi que me equivocaba”, decía el anciano mientras contemplaba el cuerpo congelado de un ciervo. “¿Nos lo comeremos?”, la chica ya se imaginaba dándose un festín. “En absoluto, la carne alimenta las pasiones y eso nos encadena al sufrimiento” dijo el anciano sin inmutarse.
La chica no pudo más, explotó maldiciendo al viejo, a su forma de vivir, a todo lo que la rodeaba; durante minutos gritó, insultó, golpeó todo lo que encontraba. Mientras el anciano sin inmutarse terminaba de desenterrar el cadáver del ciervo.
“Vamos a subirlo, necesito que me ayudes, yo solo no puedo”, cogieron el ciervo entre los dos; no podían levantarlo si no que tenían que limitarse arrastrarlo a través del bosque. “Viejo cabrón” repetía la chica mientras empujaba; caía una y otra vez al suelo tropezando por lo pesado de la carga. Tras varias horas de esfuerzo sobrehumano llegaron a la entrada de otra cueva mucho más pequeña que la suya. El viejo le indicó que mantuviera silencio.
Había huellas enormes, el anciano acercó el cadáver hasta la entrada y lo cubrió con nieve por completo. La chica lo miraba con estupor, al volver le dijo “Cuando llegue la primavera, y salga con sus cachorros hambrienta; tendrá que comer. Por el olor sabrá que hemos sido nosotros. Hay que llevarse bien con los vecinos”, esto último lo dijo guiñándole un ojo. A continuación montó a la chica sobre sus espaldas, “Te llevaré así, estás agotada”. Cuando llegaron a la cueva ya de noche la chica se había dormido, su cabeza colgaba sobre los hombros del anciano.

El visitante

Era un tarde de invierno como otra cualquiera, volvían de recoger leña al atardecer cuando el anciano le dijo, “Esta noche tendremos visita”, hacía varios días que el tiempo mostraba su cara más amable y el sol calentaba sus cuerpos sin dificultad; “Siempre viene cuando la montaña se viste de blanco y hay una ventana de buen tiempo como esta, lleva años sin faltar a su cita.”
A pesar de las preguntas de la chica, el anciano no dijo nada más durante la vuelta.
Mientras preparaba una cena más abundante de lo normal, la chica contemplaba las últimas luces del atardecer; algunas nubes comenzaron a agruparse sobre la montaña y el viento empezó a silbar. El anciano salió afuera, “Vaya, parece que se avecina una tormenta.”
Cenaron, pero a diferencia de otras noches, el anciano en lugar de acostarse se dedicó a avivar el fuego, “traerá mucho frío, esperemos que no se pierda”, afuera en la noche el viento silbaba con fuerza y la ventisca golpeaba contra la lona que cubría la puerta.
Pasaron varias horas, estaba ensimismada observando las llamas bailar sobre la fogata, cuando un golpe sordo la sobresaltó. Se giró para ver un hombre tambaleándose, junto a la entrada. El anciano se levantó rápidamente y lo llevo, casi arrastrándose junto al fuego. La chica lo miró, tenía los hombros y la cabeza cubierta de nieve; las cejas estaban heladas. “Abuelo me he perdido en medio de la ventisca al bajar… Maldita tormenta… Habían dado buen tiempo”, le costaba hablar, mientras el anciano le quitaba el pasamontañas, los guantes y el chaquetón completamente congelados.
“No he podido ponerte la vela como otras veces, la ventisca me lo ha impedido”, a la chica le pareció que el anciano se disculpaba.
“No se preocupe abuelo, no la hubiera visto de todas maneras, llevo varias horas dando vueltas por el bosque buscando la cueva… Me ha faltado poco para no contarlo.”
La chica se fijó en la mano izquierda del hombre, tenía los dedos amoratados. Miró al anciano, por primera vez vio preocupación en su rostro.
“¿Puedes mover los dedos?” le pregunto el anciano. “No” contesto el hombre tocándoselos con la otra mano. “No los acerques mucho al fuego, sino no podrás recuperarlos. Has tenido suerte de que tenga una invitada” dijo el anciano mientras le indicaba a la chica que se pusiera junto al hombre. Hasta ese momento, él no se había percatado de su presencia.
El anciano tomo la mano congelada del hombre y la puso bajo la ropa de ella contra su vientre. La chica gritó de impresión, “¿Qué haces viejo?, estás loco”. “Aguanta es la mejor manera de que se recupere” le contesto mientras se dirigía a sus estantes llenos de tarros.
La chica y el hombre se contemplaron en silencio, detrás el anciano preparaba con el mortero una mezcla de hierbas y aceite. El hombre tendría treinta y tantos años, a pesar de su edad conservaba su atractivo; hacía meses que no estaba tan cerca de un hombre, se despertó algo en ella; turbada, bajó la mirada. El no entendía que hacia esa chica allí, pero no quería preguntar; tenía unos ojos preciosos y a pesar de su horroroso peinado no podía ocultar su belleza. Con la oscuridad de la cueva y lo abultado de sus ropas no podía discernir como era su cuerpo, pero si iba en conjunción con la hermosura de su rostro debía de ser espectacular. El dolor de la mano lo sacó de esos pensamientos.
“Me duele la mano, abuelo.”
“Buena señal, eso significa que la vas a recuperar” exclamó el anciano.
El anciano se acercó a ambos, sacando la mano del vientre de la chica, la tomó entre las suyas, untándole la pomada que había preparado. Después puso una mano arriba y otra debajo de la del hombre y se concentró. La chica los observaba desde la mesa, los pensamientos y sensaciones que le había provocado la llegada del hombre le habían quitado el sueño. Le pareció escuchar que el hombre le preguntaba en susurros al anciano quién era ella. El anciano no respondió.
Se tocó el pelo, pensó que tendría que estar horrible, seguramente parecería un adefesio; quién iba a sentirse atraída por ella en ese estado. De pronto abrió los ojos como platos, le pareció ver unos destellos verdosos entre las manos del anciano, se concentró pero no vio nada; serían imaginaciones. Al rato volvió a verlos, no podían ser imaginaciones; mantuvo la concentración en las manos del anciano; al poco todo el espacio entre ellas se volvió en una luz verdeazulada que envolvía la mano del hombre. Cada vez tomaba más intensidad, aumentando de tamaño.
El anciano se levantó, “Te acostarás entre nosotros junto al fuego y mañana estarás mejor”. Se acostaron los tres, uno al lado del otro, el hombre y el anciano se durmieron rápidamente. Ella no podía, cogió con sus manos un mechón de pelo rizado del hombre, jugueteo con él durante un rato; el hombre respiraba sonoramente en su profundo sueño, le acarició la cabeza; el deseo brotaba en ella, -tanto tiempo sin follar- se dijo.
Envalentonada por el calor de su entrepierna, introdujo la mano en el saco del hombre, con cierta dificultad pudo tocarle el pecho bajo tanta ropa. Era cálido, suave con algo de vello; al acariciar un pezón, el hombre dio un respingo pero no se despertó; los suyos se habían endurecido. Paró un momento, así no conseguiría nada, ese hombre estaría agotado y con el viejo no había nada que hacer. Continuó acariciándole el pecho, mientras introdujo su otra mano entre sus piernas, hacía tiempo que estaba húmeda. Cayó en la cuenta de que llevaba meses sin tocarse, un deseo arrebatador la inundó; apretó su clítoris con fuerza mientras lo masajeaba circularmente. La otra mano acariciaba el torso desnudo del hombre, intentaba refrenar los gemidos pero el orgasmo se acercaba velozmente cabalgando sobre su clítoris. Retiró la mano del hombre y se giró dándole la espalda; introdujo los dedos en su vagina presionando a la vez con la palma de la mano. No pudo evitar gritar.
Se incorporó, el hombre y el anciano dormían sin percatarse de nada. Se echó de nuevo, se quedó dormida sin darse cuenta, con la mano todavía entre sus piernas calientes y empapadas.
A la mañana siguiente al despertar, el anciano no estaba y el hombre seguía durmiendo. Al salir fuera el solo calentaba con fuerza a pesar del frío, apenas quedaba rastros de nieve de la noche anterior. Una idea le rondaba la cabeza. Aprovechando la soledad se quitó el pantalón y las bragas; se lavó como pudo en la acequia. Le dolían las manos y las nalgas del frío. Rápidamente se puso solo los pantalones. Entró a calentarse las manos junto al fuego, el hombre seguía durmiendo; después de avivar el fuego buscó ropa limpia.
Rápidamente salió fuera de nuevo. Se quitó toda la ropa del torso, los pezones se le erizaron del frío; tiritaba mientras se lavaba las axilas y el pecho. Estaba extremadamente delgada, solo sus senos acumulaban algo de grasa. Si estuviera en casa su madre la llevaría al médico por anoréxica. El intenso dolor de las manos la hizo volver a la realidad, a que estaba semidesnuda a muy baja temperatura, se vistió y volvió a estar junto al fuego.
Preparó algo de comer caliente y llamó al hombre. Este apenas podía abrir los ojos, estaba entumecido; tardó en levantarse.
Ella ya había desayunado cuando él se sentó a la mesa, “Come que se va a helar” le dijo mientras le acercaba un tazón que apenas humeaba. Mientras el hombre tragaba esa mezcla de arroz con hierbas, la chica mantenía su mirada en él. Observando sus gestos, recorriendo cada milímetro de su rostro con la mirada. Cuando termino de comer el hombre la miró.
Es un poco rara, se dijo. “¿Te pasa algo?” dijo en voz alta sin dejar de mirarla.
Ella sin inmutarse contestó: “Pues sí, pasa que llevo aquí varios meses sola con el viejo. Sin echar un polvo en condiciones y vas y apareces tú.”
“Tengo yo la culpa”, dijo el hombre sorprendido.
“No creo”, dijo ella levantándose con desgana a fregar los cacharros.
El hombre la observaba desde la entrada de la cueva, se imaginaba que arreglada sería muy atractiva. Ella volvió adentro, colocando sus manos rosadas y entumecidas junto al fuego.
“Más tarde iré a dar una vuelta al bosque y me gustaría que vinieras conmigo”, soltó abruptamente la chica sin mirarlo. El hombre no supo que decir, permaneciendo callado.
Al rato volvió el anciano cargado de leña, sonriente como de costumbre le dijo “Te has recuperado, y tu mano ¿Cómo está?” El anciano la tomó en sus manos y la observó girándola, tenía zonas amoratadas y blancas pero con un ligero aspecto rosado. “Se pondrá bien.”
Después del almuerzo el anciano se disponía a ponerse a meditar, cuando la chica le dijo que iba a dar una vuelta; se extrañó pues nunca salía sola. El hombre, con un ligero tono vergonzoso, dijo que la acompañaba. El anciano entendió.
El hombre seguía a la chica en silencio, durante media hora se alejaron de la cueva hasta llegar al arroyo; junto a un árbol enorme la chica se acercó a él, agarrándolo de la ropa lo atrajo hacia ella; “Cuanto tiempo deseando esto” dijo mientras podía sentir la respiración del hombre en su cara.
Se besaron, primero con timidez después ardientemente; la chica introducía salvajemente su lengua en la boca de él y mordía sus labios con violencia. Estaba muy excitada. El introdujo sus manos bajo la ropa de ella, acariciando su vientre y sus pechos. Estaban duros y erectos, como los pezones. Los apretó mientras imponía su fuerza en la batalla de lenguas que se libraba entre sus bocas.
Notó la mano de la chica apretando su pene bajo su ropa, el cansancio no le impedía tener una buena erección. “Fóllame… Métemela, no puedo esperar más”, imploraba la chica mientras se quitaba los pantalones.
El la cogió a horcajadas mientras ella, a la vez que pasaba sus brazos sobre sus hombros, introducía ansiosamente la lengua en su boca. Le costaba encontrar la diana así en volandas. La apoyó contra el tronco del árbol y pudo colocar su pene en la boca del sexo de ella, que gemía sonoramente. La agarro firmemente por los glúteos e introdujo de golpe su sexo hasta el fondo de la vagina de ella, que gritó ostentosamente.
La fornicaba apretándola contra el árbol, la chica ascendía con cada embestida. No recordaba haber sentido tanto placer nunca y perdió el control de sí misma. Gritaba, mientras le mordía el cuello a él, era como si esa polla le llegará hasta su pecho. El orgasmo llegó sin avisar, sus gritos se convirtieron en alaridos y ella misma se agarró al tronco para impulsar su cuerpo ensartado en ese mástil de pasión. El hombre empezó a sentir que le fallaban las piernas, en ese justo momento el semen salió disparado inundando la vagina de ella, mientras sus gritos se unían a los de ella.
Cayeron ambos al suelo, golpeándose ella dolorosamente. Se miraron, ella resplandecía de placer; sonriendo le echo los brazos por encima y mientras le besaba le decía “Esto no ha hecho más que empezar.”
Buceo entre las piernas del hombre succionando su pene como si fuera el aire que le daba vida, al poco tenía otra erección. “Metémela por detrás” le dijo mientras se apoyaba en el árbol.
La vagina le recibió con alborozo, totalmente húmeda y caliente; el hombre no pudo ni reparar en los arañazos que tenía la chica en el culo. El orgasmo de ella era muy sonoro, no recordaba nunca haberse corrido con tanta facilidad, pero mientras se golpeaba con el tronco por las embestidas de él, no pudo darse cuenta de eso. El sexo le ardía y mientras gritaba era como si ese calor llegara hasta su pecho, empujado por las ondas musculares que producía el orgasmo en su vagina.
El hombre jugueteaba con su ano húmedo y abierto con sus dedos, mientras la penetraba. Le excitaba que a ella le gustará eso. Decidió probar suerte, pocas veces había tenido la oportunidad de penetrar ese lugar. Sacó su pene de la vagina de ella y comenzó a frotarlo contra el ano, ella parecía que no se había dado cuenta pues seguía gritando igual. Empujo contra el ano introduciendo el glande con facilidad, estaba igual de cálido y húmedo que la vagina no podía creerlo. Lentamente introdujo el resto del pene en la estrechez del ano, la chica seguía gritando de placer.
Lo recorría con su pene desde la abertura hasta el fondo, primero suavemente, después cada vez más rápido; ahora era él quien también gritaba. Le ardía el sexo y sentía como sus conductos se llenaban de semen, pronto explotaría. La chica clavaba sus uñas en la corteza del árbol continuando con su orgasmo extendido; loca de placer sintió unas violentas embestidas que la llenaban por dentro, algo ascendía por su espalda; sintió una enorme presión en la cabeza, mareándose. Se cayó al suelo mientras él la soltaba sacando su pene ardiente y dolorido de su ano.
Mientras él se sentaba en el suelo gimiendo de placer, a ella le daba vueltas la cabeza tumbada en el suelo con las piernas abiertas frente al hombre. Nunca había follado con nadie como ella, se dijo el hombre, ni había visto un sexo tan grande y receptivo. Se preguntó si follaría con el viejo.
Bastantes minutos después se vistieron al empezar a notar el frío circundante. Sin cruzar palabra en todo el camino de vuelta, llegaron al atardecer a la cueva.
El anciano les esperaba con la cena preparada. Comieron los tres en silencio, pero la chica no pudo terminársela sentada y tuvo que hacerlo de pie. No podía estar mucho tiempo sentada. El anciano le pregunto qué le pasaba. “Nada viejo, que me he caído en el bosque y me he arañado el culo”, dijo la chica con evidente disgusto.
“Déjame ver”, dijo el anciano acercándose a ella. La chica se bajó un poco el pantalón enseñándole los glúteos arañados al anciano. “Vaya, vaya” fueron sus palabras mientras se dirigía a sus estantes con plantas.
Preparó una pomada y mientras se la untaba en los arañazos del culo a la chica dijo: “eso pasa por follar contra un árbol”, riéndose sonoramente.
“Viejo de mierda, mirón asqueroso” grito ella, acostándose y envolviéndose completamente en las mantas con evidente malestar.
Los dos hombres permanecieron en silencio. Al tiempo el anciano le dijo “Tendrás que irte mañana a primera hora. No puedes quedarte más tiempo aquí… Además ya estás recuperado”. El hombre asintió a la vez que se escuchaba a la chica bajo la manta decir: “Viejo hijo de puta.”
El hombre se sentó junto al anciano. “¿Por qué no viene usted conmigo?, baje de esta montaña. Podría enseñar. Se lo he dicho muchas veces, puedo conseguir dinero para construir un monasterio, seguiría su práctica y podría tener discípulos. No se perdería su enseñanza.”
“No tengo nada que enseñar, todo a nuestro alrededor es la enseñanza, sólo tienes que verlo… Además ya tengo discípulo” dijo señalando al bulto escondido bajo las mantas mientras se reía. El hombre lo miró con incredulidad.
A la mañana siguiente cuando la chica despertó, él ya no estaba.









jueves, 13 de julio de 2017

El viejo de la montaña. La otoñada y el amanecer de un nuevo día. 3ª parte

Si no has leído las primeras partes del relato puedes hacerlo aquí: El viejo de la montaña. La Llegada. 1ª parte.

La otoñada

Bajar a por el envío fue bastante agotador pero tuvo su premio, su padre había incluido unas chocolatinas y unas galletas, sus preferidas, que devoró con fruición. El anciano la contempló sonriendo; además una carta de su madre la hizo llorar un poco.
Para el anciano su mejor regalo era el pan que recibía en cada entrega, además de la verdura y fruta fresca, esos días de dieta fresca notaba su cuerpo con más energía; pero su debilidad era el pan, le encantaba el pan y mientras la chica leía la carta le dio un pellizco al pan que masticó con deleite.
Aunque la mayor parte del peso la llevaba el anciano la vuelta a la cueva fue agotadora para la chica; llegaron ya de noche y por primera vez sintió miedo desde que estaba en la montaña, al entrar en la cueva se tumbó sobre sus mantas y se quedó dormida, el anciano después de cenar la tapó bien y antes de acostarse observó un rato las estrellas danzando en la bóveda celeste, se sonrió pensando que la chica no se había acordado de tocarse; entró adentro y echó más leña al fuego, se aproximaba una borrasca.
Llovía sin cesar, día tras otro, el agua chorreaba formando una cortina a la puerta de la cueva; a pesar del fuego siempre encendido, la humedad lo inundaba todo. Lo peor, las horas sin hacer nada. El anciano se pasaba el día meditando frente a la pared y cocinando, la chica se distraía mirando el agua caer, observando las diferentes formas que tomaba la cortina de agua de la entrada dependiendo de la intensidad de la lluvia.
“Aquí también tenemos tele” le dijo el anciano acercándose a ella, sorprendiéndola ensimismada observando la lluvia. Jodido viejo se dijo a sí misma. Observar el agua la relajaba, era como si se lavara por dentro; apenas recordaba su vida anterior, solo por las noches su mente vagaba a sus recuerdos, se le humedecían los ojos sin entender por qué habían pasado tantas cosas; echaba de menos a su madre.
Después de varios días una mañana mientras desayunaban le dijo al anciano: “Quiero que me enseñes a meditar”; pronunció la frase de improviso, casi sorprendiéndose, y por un momento se arrepintió de lo que había dicho.
Al rato el anciano le puso un tronco para que se sentara delante de la pared, colocó una manta sobre él para hacerlo más cómodo; le cruzo las piernas en semiloto, con los pies sobre las pantorrillas; aunque no estaba acostumbrada se sorprendió de conservar tanta flexibilidad. Recordó cuando siendo una niña su padre meditaba con las piernas así y ella se sentaba a su lado imitándolo durante breves minutos; unas lágrimas brotaron de sus ojos.
El anciano le empujo levemente las caderas hacia adelante y le enderezó la espalda para que la columna tomara su arco natural. Le metió un poco la barbilla hacía dentro para que estirará la nuca y su rostro estuviera paralelo a la pared. Por último unió sus manos sobre su regazo, justo por debajo del ombligo, con los dedos unos sobre otros y los pulgares unidos formando un ovalo con las manos.
El anciano se sentó junto a ella. “Mira ligeramente hacia abajo con los ojos semicerrados… Cuida de mantener la espalda y la nuca recta… Observa tu respiración…Obsérvalo todo… Incluso tus pensamientos… Déjalos pasar, como el cielo deja pasar las nubes… Respira con naturalidad.”
Después de unos 20 minutos que a ella le parecieron una eternidad, se incorporó diciendo, “Esto es insoportable viejo”. Se sentó junto a la puerta observando la lluvia, el sonido rítmico de la lluvia la embelesaba.
Por la tarde miró al anciano meditando frente a la pared, después de un tiempo de duda se sentó junto a él, intentó no sin cierta dificultad recordar la postura que le enseñara por la mañana. El anciano no se inmutaba, sólo se escuchaba su tenue respiración apenas perceptible bajo el sonido de la lluvia. Tras varios intentos consiguió encontrar la postura, se concentró en su respiración, pero su mente era un hervidero de pensamientos, al rato empezó a sentir dolor en la cabeza. Esto no marcha bien se dijo, intentaba observar sus pensamientos, dejarlos pasar imaginando que eran nubes, pero a cada momento se sorprendía enganchada a algún pensamiento, a algún recuerdo. Se vio envuelta en una lucha constante con su mente, cada vez se sentía más incómoda.
“No merece la pena luchar” se sobresaltó con la voz del anciano que resonó en toda la cueva. Lo miró, permanecía inmutable como una roca, sin moverse ni pestañear. Intentó no luchar consigo misma, al rato se volvió a levantar.
Al día siguiente no llovía, el anciano de pie junto a ella, la observaba dormida, estaba muy delgada con el pelo estropeado lleno de nudos; no era un lugar para tener el pelo largo se dijo el anciano. Todavía no había amanecido, cuando una vez preparado el desayuno, la zarandeo para despertarla. “Tenemos mucho trabajo, hay que aprovechar el buen tiempo para acarrear leña y recoger los frutos del otoño.”
Maldito viejo se dijo la chica mientras se incorporaba.
Fueron días agotadores porteando leña a la cueva para que se mantuviera seca, apenas quedaba hueco para ellos dentro; pero recoger frutos le gustaba, el anciano le enseñó a subir a los árboles para zarandear las ramas y poder recoger los frutos sin la humedad del suelo que los terminaba estropeando. Le recordaba a su infancia cuando iban al campo y siempre intentaba subir a algún árbol para terminar su padre poniéndola en sus hombros para que pudiera subirse. Por primera vez en años lo echó de menos.
Pasó una semana en la que apenas tuvieron tiempo de pensar ni hablar otra cosa que no fuera recoger leña y frutos. El anciano la observaba, ya no necesitaba de sus consejos ni avisos para caminar por la montaña, la chica empezaba a hacerse íntima con ella, pronto podría caminar sola por ella. Su rostro áspero y contraído que traía a su llegada se había relajado y suavizado, incluso la había visto sonreír, aunque ella se lo ocultara, cuando se sorprendía con algún animalillo en el bosque o alguna rara flor de otoño.



El amanecer de un nuevo día

“Mañana nos levantaremos de madrugada… tenemos que ir a un sitio.”
“¿A dónde viejo? ¿Qué es eso tan importante para que no me dejes dormir?” dijo la chica con evidente disgusto, levantándose de la mesa para fregar los platos y cacharros en la acequia.
Hacía frio fuera y las manos le dolían con intensidad. Volvió corriendo al calor de la cueva, extendiendo sus manos junto al fuego para que cesara el dolor. Estoy agotada y ahora al viejecito se le ocurre una sorpresita, ¡Que cabrón es!, se dijo.
Le pareció que llevaba solo unas pocas horas durmiendo cuando el anciano la despertó. Se levantó insultando para sus adentros y todavía no había terminado de despertarse cuando el anciano le puso un plato humeante delante. “Come que necesitas energía para la caminata”. Con esfuerzo trago casi sin distinguir lo que comía.
Cuando empezaron a caminar era noche cerrada, un inmenso cielo estrellado cubría sus cabezas; el frio era intenso, le dolían las manos y apenas podía seguir el ritmo de ascenso del anciano a través del bosque. Por suerte el vertiginoso ascenso intentando no perder el rastro del anciano calentó su cuerpo; cesó el dolor de las manos.
Abandonaron la bóveda arbórea a la vez que la pendiente se hacía vertiginosa, respiraba agitadamente, cada vez le costaba más trabajo seguir al anciano, apenas visible en la oscuridad de la noche metros más adelante. Le grito sin obtener respuesta; ¡maldito viejo!, se apresuró para no perderlo.
Pasaron horas que se le hicieron eternas, detrás de ella el horizonte comenzó a tornarse anaranjado con las primeras luces del día; pero no pudo fijarse en él, solo atinaba a no perder de vista al anciano mientras ascendían por la montaña. A veces tenía que trepar un poco ayudándose con las manos.
“Hemos llegado” el anciano le hizo señas desde un promontorio rocoso, con dificultad trepó junto a él. Era verdad, bajo ellos se extendía todo el valle que comenzaba a iluminarse bajo la luz anaranjada del amanecer. Se sorprendió por la hermosura del paisaje.
El anciano se sentó sobre una roca, haciéndole señas de que se sentara junto a él para observar la salida del Sol. Le paso el brazo sobre sus hombros, pegando su cuerpo al de ella, “Así tendrás menos frio”, ella recostó su cabeza sobre el hombro del anciano y este empezó a acariciarle el pelo.
“Pronto saldrá el sol dando paso al amanecer de un nuevo día… Igual tú puedes dar paso al amanecer de una nueva vida. Sólo depende de ti.”
La chica escuchaba esas palabras repetirse en su mente como si el eco de la montaña se hubiera instalado en su interior. El espectáculo le pareció el más bello que hubiera contemplado en su vida, el cielo se volvió naranja y los primeros rayos de sol comenzaron a despuntar en el lejano horizonte; no había indicios de ninguna señal de vida humana en todo el valle.
Sin darse cuenta se quedó dormida apoyada sobre el cuerpo del anciano, este se sonrió y la apretó con fuerza para protegerla del frio de la mañana.
El anciano la despertó cuando el sol ya le calentaba el cuerpo. Se sentía bien. Descendieron en silencio, ella muy retrasada se entretenía con cada roca, cada planta que encontraba; se interesaba por lo que le rodeaba.
Una noche, varios días después, sentada a la puerta de la cueva, mientras se tocaba los mechones de pelo corto que le había dejado el anciano al pelarla con sus toscas tijeras, escuchó el aullido como de un perro en el bosque; sobresaltada entró dentro. “¿Qué es eso viejo?” preguntó mientras un coro de aullidos se extendía por el valle.
“Eso son lobos niña, cuando yo vine no había, pero hace años aparecieron en la montaña y cada año son más, no te preocupes, me conocen saben que estoy aquí; yo no me meto con ellos y ellos no se meten conmigo, simplemente nos evitamos”, respondió el anciano con naturalidad sin dejar de preparar la cena.
La chica se sentó junto a él, presa del pánico, “Pero podrían comernos, ¿cómo vamos a dormir tranquilos?”
“No te preocupes por ellos”. Añadiendo al rato, “Solo debes de preocuparte del que camina sólo en el bosque, del que se mueve con sigilo a pesar de su enorme tamaño. A ese sí que hay que evitar, de un solo zarpazo puede matarte en el acto. Me lo he encontrado varias veces de frente y siempre me he mostrado sumiso ante él. Incluso una vez al principio me olió la cabeza, pero ya se han acostumbrado a mi olor y nos evitamos en lo posible.”
La chica comió en silencio sin poder dejar de sobresaltarse con cada aullido. Cuando se acostaron se acercó al anciano todo lo que pudo, este al rato le dio la espalda. Ella se pegó a él tiritando de miedo, al poco se atrevió a pasar la mano sobre el cuerpo del anciano abrazándolo, este sonrió cogiendo la mano de la chica y apretándola contra su pecho; empezó a calmarse.
El anciano sentía los pechos duros de la chica apretados contra su espalda y el calor de sus muslos contra sus nalgas. Le invadió otro calor diferente, sentía despertar su energía sexual, le embargó el deseo; concentrándose en él, despertó su energía sexual, tuvo una erección, la primera en años. Concentrándose en la respiración hizo circular esa energía por su cuerpo, el calor le invadía, la palma de la mano que tenía sobre la de la chica le ardía; la energía también fluía hacia ella, calmándose por completo. El anciano se durmió.
La chica mientras tanto se sorprendió del calor que desprendía el anciano, se pegó aún más, se sentía reconfortada, calmada; poco a poco se fue olvidando de los animales del bosque; su pecho se expandía al contacto con el calor que desprendía el anciano, le parecía que algo emanaba de él y la envolvía; era tan agradable que se quedó dormida intentando entender que sucedía.







Trailer de la película andaluza Entrelobos, basada en una historia real no tan lejana.