Era pequeño, sus padres no se llevaban bien, aunque no
había violencia física, si la había de otra forma. Todo era frustración y
rencor, y él no podía hacer nada, salvo almacenar frustración y rencor. Nadie
le enseño amor, tan sólo sufrimiento.
Su madre, todo el día en casa, ocupada en los niños y el
hogar, y la frustración y el rencor hacia el padre por esa situación. Su padre
todo el día fuera, ausente, trabajando todo el tiempo, y en sus ratos libres
bebiendo en el bar. Su madre neurótica, enferma de frustración, porque la vida
no era como ella quería que fuera, cuando el padre volvía bebido la martirizaba
ante él con gestos y palabras. Él huía a ninguna parte, en el pozo de su
decepción. Sólo había rencor, recriminaciones y dolor.
Veía a su madre como la víctima, para él era la única que
estaba, que cuidada, que se preocupaba por los demás, la buena. Su padre, el
malo, el causante de la situación, aprendió a odiarlo sin saber que ese odio no
era suyo.
Creció, pasaron los años, y los seguía viendo inmersos en
el sufrimiento y el rencor, una no dispuesta a olvidar, el otro como si no
fuera a olvidar, el hastío por esa situación dejó paso al odio hacia su madre,
por seguir aferrada al dolor, por haberle enseñado a sufrir, por no ver más
allá. Hasta que empezó a comprender que sólo eran dos víctimas fruto de su
educación, su sociedad y su cultura.
Ese niño quería salvar a su madre y no pudo, de mayor
sentía el impulso de salvarlas a todas, soñó con una fila de mujeres que se
acercaban a él llorando y se alejaban riendo, porque no podía soportar el
sufrimiento de una mujer, pero tampoco podía salvar a nadie. Porque no había
nadie a quien salvar.
Sólo cada una puede salvarse a sí misma. No hay caballeros
andantes, ni príncipes azules, ni salvadores, tan sólo una mano cálida en la noche
del dolor, acompañando en la travesía de la comprensión hacia una vida más
auténtica, donde desaparezcan las costumbres, las neuróticas rutinas heredadas y
la mala educación que nos impide ser libres y sentir el amor.
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