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Copyright Francisco José Del Río Sánchez 2008

miércoles, 10 de febrero de 2016

El monstruo

Caminaba con la espalda encorvada y la cabeza gacha, la cara llena de granos por la reciente pubertad, ascendía la cuesta, como cada mañana, camino al colegio, su calvario cotidiano. Al entrar en el patio intentaba no mirar a nadie, por si conseguía pasar desapercibido, un rato de tortura en la fila y después el seguro de la clase hasta el recreo, sucesión de vueltas en la deseada invisibilidad. Salir de clase, atento a todo, intentando no verse sorprendido por los adolescentes predelincuentes del barrio donde estaba el colegio.
Era el monstruo, alguien tuvo la idea de llamarlo así, por su aspecto creo, pero era el último en la escala social del colegio. Con 10 años me cambiaron de cole, por motivos administrativos sobrados, la academia sin recreo, sin lugar para actividades físicas, donde pasábamos sentados desde que entrabamos hasta que salíamos, perdió el permiso de educación.
Llegue con 10 años a un colegio de un barrio problemático, sin conocer a nadie, una mañana oscura en que todavía no había llegado el día, y oscuros fueron el resto de mis días. Hasta los cinco años estuve siempre en casa, después en una academia donde no nos socializábamos ni nos relacionamos, con 10 años no sabía relacionarme con otros niños, a las niñas, ni las había olido. Un déficit de socialización que todavía arrastro.
Era el último, el deshecho, donde todos podían desahogar su frustración, por suerte era grande y no se atrevían a pegarme, sólo los gallitos me retaban intentando medirse, mi actitud esquiva y mi fuerza me evitaron agresiones físicas pero las morales y emocionales fueron terribles. Desde los 10 a los 13, cada noche deseaba con todas mis fuerzas que no amaneciera al día siguiente y a veces también que mi madre se muriera para que dejará de sufrir. Mis ruegos no fueron escuchados, por suerte, durante años cada vez que me hundía deseaba morir, recuerdo de mi infancia, fantaseé en infinidad de ocasiones en diferentes formas de suicidio, la más atrayente despojarme de la ropa en introducirme en el mar hasta que este me engullera, reconfortante frío deseado.
De esos años no se me olvida la tarde que, bebiendo del grifo del lavabo, el gaviota me escupió en la cabeza, corrí tras él lleno de ira por el inmenso patio mientras movía con desgarbada agilidad sus largas piernas y sus largos brazos, de ahí su mote, pero sólo encontré más frustración, cuando ya cansado persiguiéndolo por las anchas escaleras del patio se volvió dándome una cachetada que me dejó parado, comprendí que nada podía hacer, salvo resistir.

Ya hace tiempo que cuando tengo un bajón no deseo morirme, no hace mucho, pero si ha cambiado la tendencia. Ahora me siento como una flor que se abre sin importarle quien perciba su aroma. Por primera vez en mi vida hay personas a mi alrededor que me muestran su agradecimiento por mi ayuda, que me dicen que valgo mucho, que me consideran importantes en su vida y me lo hacen sentir. Quizás sea verdad lo que dice el budismo de que cuando una flor se abre el mundo se levanta, pues si queréis podéis levantaros conmigo, porque a mí también me gustaría ver como se abren las flores a mi alrededor.












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