Caminaba con la espalda encorvada y la cabeza gacha, la
cara llena de granos por la reciente pubertad, ascendía la cuesta, como cada
mañana, camino al colegio, su calvario cotidiano. Al entrar en el patio
intentaba no mirar a nadie, por si conseguía pasar desapercibido, un rato de
tortura en la fila y después el seguro de la clase hasta el recreo, sucesión de
vueltas en la deseada invisibilidad. Salir de clase, atento a todo, intentando
no verse sorprendido por los adolescentes predelincuentes del barrio donde
estaba el colegio.
Era el monstruo, alguien tuvo la idea de llamarlo así, por
su aspecto creo, pero era el último en la escala social del colegio. Con 10
años me cambiaron de cole, por motivos administrativos sobrados, la academia sin
recreo, sin lugar para actividades físicas, donde pasábamos sentados desde que
entrabamos hasta que salíamos, perdió el permiso de educación.
Llegue con 10 años a un colegio de un barrio problemático,
sin conocer a nadie, una mañana oscura en que todavía no había llegado el día,
y oscuros fueron el resto de mis días. Hasta los cinco años estuve siempre en
casa, después en una academia donde no nos socializábamos ni nos relacionamos,
con 10 años no sabía relacionarme con otros niños, a las niñas, ni las había olido.
Un déficit de socialización que todavía arrastro.
Era el último, el deshecho, donde todos podían desahogar su
frustración, por suerte era grande y no se atrevían a pegarme, sólo los
gallitos me retaban intentando medirse, mi actitud esquiva y mi fuerza me evitaron
agresiones físicas pero las morales y emocionales fueron terribles. Desde los
10 a los 13, cada noche deseaba con todas mis fuerzas que no amaneciera al día
siguiente y a veces también que mi madre se muriera para que dejará de sufrir.
Mis ruegos no fueron escuchados, por suerte, durante años cada vez que me
hundía deseaba morir, recuerdo de mi infancia, fantaseé en infinidad de
ocasiones en diferentes formas de suicidio, la más atrayente despojarme de la ropa
en introducirme en el mar hasta que este me engullera, reconfortante frío deseado.
De esos años no se me olvida la tarde que, bebiendo del
grifo del lavabo, el gaviota me escupió en la cabeza, corrí tras él lleno de
ira por el inmenso patio mientras movía con desgarbada agilidad sus largas
piernas y sus largos brazos, de ahí su mote, pero sólo encontré más
frustración, cuando ya cansado persiguiéndolo por las anchas escaleras del
patio se volvió dándome una cachetada que me dejó parado, comprendí que nada
podía hacer, salvo resistir.
Ya hace tiempo que cuando tengo un bajón no deseo morirme,
no hace mucho, pero si ha cambiado la tendencia. Ahora me siento como una flor
que se abre sin importarle quien perciba su aroma. Por primera vez en mi vida
hay personas a mi alrededor que me muestran su agradecimiento por mi ayuda, que
me dicen que valgo mucho, que me consideran importantes en su vida y me lo
hacen sentir. Quizás sea verdad lo que dice el budismo de que cuando una flor
se abre el mundo se levanta, pues si queréis podéis levantaros conmigo, porque
a mí también me gustaría ver como se abren las flores a mi alrededor.
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