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Copyright Francisco José Del Río Sánchez 2008

jueves, 15 de mayo de 2014

El anciano milenario



El anciano monje llegó al claro del bosque y miró a su alrededor, mientras a sus espaldas quedaba una densa floresta, el claro se extendía completamente despejado de la más mínima arboleda. Lo normal sería que hubiese retoños de alguna de las especies del bosque pero sólo la hierba cubría el claro.
El anciano adoptó la postura del loto en el centro del prado y contempló todo el universo a su alrededor, para su sorpresa un enorme árbol ocupaba el lugar donde se encontraba sentado, no acertó a distinguir si él era ese árbol pero en ese momento comprendió y cada vez su respiración y los latidos del corazón fueron cesando y disminuyendo en intensidad hasta cesar por completo. Su espíritu se fundió con el todo mientras su cuerpo se mantenía en la postura de meditación. Su mente conservaba la imagen de un árbol milenario.
Pasaron los días y el cuerpo del anciano endurecido en la postura de loto era recorrido por insectos y otros animalillos del bosque, incluso algún travieso pajarillo uso su cabeza como oteadero para sus cantos territoriales, pronto su calva estuvo cubierta de blanco de las heces del pajarillo. Era curioso que los insectos y los animales no se alimentaban del cadáver del anciano, tan sólo un cuervo negro se posó sobre los pliegues del hábito del monje a la altura de su pecho y procedió a devorar sus ojos, a su vez defecó sobre las manos unidas en el regazo del monje una semilla tóxica que todavía conservaba parte de su cubierta roja. Era una semilla de tejo.

Varias semanas después un cazador halló al anciano en la postura de meditación, su piel empezaba a pegarse a sus huesos y sus ropas dejaban entrever que llevaba tiempo a la intemperie. El cazador observo como le miraban las cuencas vacías de los ojos del monje y se sobresaltó al caer en la cuenta de que era lo único que las alimañas del bosque habían devorado, lo normal es que quedaran sólo las ropas y los huesos. Retrocedió en un primer momento asustado, para después arrodillarse y encontrar una respuesta satisfactoria, estaba ante un Buda.
Varios días más tarde volvió con varios lugareños que no daban crédito a su historia y uno de ellos reconoció al anciano monje que vivía como ermitaño en lo más profundo del bosque. Todos coincidieron en lo insólito de su estado y en apoyar la teoría de que sólo un buda viviente podía haberse conservado en ese estado y ya el anciano monje tenía fama de haber alcanzado ese estado. Uno dijo que deberían de bajarlo a la aldea, pero los demás le reprocharon la idea, si el anciano monje había tomado la decisión de abandonar este mundo en ese lugar, importantes serían sus razones para hacerlo y ellos mezquinos mortales no eran quienes para contradecir los deseos de un santo.
Pronto las gentes de la aldea empezaron a subir a visitar la momia para mostrarle su respeto y veneración, acumuló flores secas, velas consumidas e inciensos quemados frente a ella. Las tormentas del siguiente invierno limpiaron todo lo acumulado además de la calva del monje y le dieron una oportunidad de experimentar de nuevo su tan anhelada soledad. Al llegar la primavera pocos se percataron de una plantita que crecía vigorosa entre las manos unidas en óvalo de la momia, la verdad otras habían germinado en diferentes recovecos de los restos del hábito de la misma, pero estas últimas eran hierbecillas como las circundantes. Cuando llegó el verano ya se insinuaba un arbolillo creciendo frente al pecho del monje.
Tras unos años el arbolillo, que extendía sus raíces entre las piernas del monje, se había abrazado a su cabeza y comenzaba a ocultar las facciones de la momia. Algunos, los más irreverentes, propusieron cortarlo, pero la mayoría de aldeanos convino en que la voluntad del Buda era esa pues el árbol que había brotado en su regazo era un tejo y de todos es sabido que es una especie de muy difícil propagación dado el carácter tóxico de sus semillas.
Los primeros cazadores habían ascendido hacía buda cuando el tronco del árbol se elevaba ya un par de metros sobre el suelo y ocultaba la cabeza del monje entre su corteza. El árbol de la momia era conocido en toda la región e incluso se había instaurado la costumbre de al llegar la primavera acudir en masa a depositar ofrendas ante él.
El prefecto de la provincia decidió que sería una buena idea construir una ermita que protegiera la momia del venerado Buda, pero para ello sería necesario cortar el árbol y separar con mucho cuidado las raíces y ramas del cuerpo momificado. Preguntó al superior de un monasterio cercano que hacer a lo que este le respondió que si estaba dispuesto a deshacer lo que la naturaleza había conformado con tanto esmero.
Reunió a los aldeanos y les informó de sus intenciones, pues no había desistido de ellas, diciéndoles que le gustaría saber su opinión sobre el asunto pues la construcción de una ermita redundaría en beneficio de la aldea pues facilitaría la devoción hacia el árbol de la momia. En eso un niño le dijo al prefecto que si quitaban el árbol ya no lo podrían llamar así, además de que le árbol ya empezaba a dar cobijo a los que acudían a venerarlo.
Pasaron los años y ya tan sólo las piernas y los hombros de la momia podían observarse fuera del tronco del tejo, este había crecido más rápidamente de lo normal en ese tipo de árboles y un día alguien se fijó en unas arrugas que se habían formado en la corteza del tejo, justo encima de donde sobresalían los hombros de la momia. Tras muchas discusiones se impuso el criterio de que parecía un rostro, la noticia corrió como la pólvora y acudieron de todos los rincones del país para observar el milagro del árbol de la momia. Todos se mostraban convencidos de que era un rostro y muchos comenzaron a pernoctar junto a él en estado meditativo. Cuando de nuevo el prefecto planteó la necesidad de construir una ermita aunque fuera a un lado del árbol, los meditantes se opusieron abiertamente a que se mancillara ese templo de la naturaleza de buda.
El tiempo continuó su inexorable ritmo y el árbol cada vez era más majestuoso, la devoción al mismo continuaba y un espabilado abad consiguió el dinero y el permiso para construir un monasterio junto al mismo. En su entrada, abierta a todos, se encontraba el tejo extendiendo sus ramas hasta ocupar el antiguo claro, aunque uno de sus lados ya no era de floresta si no de las piedras del monasterio.
Transcurrieron siglos, guerras, épocas de bonanza y las ruinas de un bello monasterio acompañaban a un enorme tejo que parecía dibujar un rostro en su corteza justo a un metro de sus raíces, ya nada quedaba de la momia y sólo se conservaba su nombre. En primavera el tejo se llenaba de hermosos frutos negros recubiertos parcialmente de rojo que eran la delicia de algunas aves que podían digerirlos parcialmente sin envenenarse con su toxina, los descendientes de aquel cuervo que un día cagó su semilla sobre las manos del anciano monje, incluso habían anidado en el mismo, pues el olvido había convertido de nuevo aquel claro en un lugar solitario.
Tan sólo se conservaba de aquel día, el pensamiento del monje visualizando un enorme y frondoso árbol milenario.













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