Varios
regueros de agua, regatos es su denominación local, conformaban una isla de
verdor sitiada por el marrón oscuro de la descompuesta pizarra. El arroyo
Vadillo, unos metros bajo nuestros pies, recogía los regatos con alborozo. La
sinfonía del agua dibujaba serpientes cristalinas entre alfombras de hierbas.
Alfombras húmedas, si te echabas en ella te mojabas la ropa; el calor del
verano granadino era una losa sobre nuestros cansados cuerpos. El azul del
cielo se expandía con prepotencia sobre el oasis de alta montaña. El mostraba
su torso desnudo, limpiando, con el agua helada de un regato, el sudor y el
polvo acumulado sobre su piel por varios días de travesía.
Con
suavidad y parsimonia se aplicaba un poco de agua en pecho y axilas, con la
suavidad debida a los pocos grados de temperatura del agua y con la parsimonia
del que ha absorbido los ritmos de la montaña. El agua corre a nuestro
alrededor, el arroyo ensordece los oídos, enfrente nuestra una pared
descompuesta se precipita sobre el cauce. No podemos oírnos, el Sol hace que
brillen las gotas de agua sobre su musculado e imberbe torso, perfectamente
delineado por la naturaleza y el esfuerzo.
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