Si no has leído las primeras partes del relato puedes hacerlo aquí: El viejo de la montaña. La Llegada. 1ª parte.
Las nevadas
Los primeros copos de nieve pincelaron de blanco las partes
altas del valle, muchos árboles sustituyeron sus verdes hojas por minúsculos
carámbanos de hielo. La vida se volvió dura, complicada, el frío por las noches
era tan intenso, a pesar del fuego, que la chica se acostumbró a dormir
abrazada a la espalda del anciano; daba más calor que el fuego. La nieve
dificultaba la búsqueda de leña para el hogar, apenas tenía tiempo para pensar,
pasaban el día recogiendo leña para secarla en el interior de la cueva. Sólo
meditaban los días que nevaba o llovía.
El tiempo pareció detenerse en una búsqueda constante por
la supervivencia, había días que ya no se acordaba de su anterior vida, de su
familia, ni siquiera de quien era. Por suerte la cueva estaba bajo el límite de
la nieve, aunque las grandes nevadas descendían por todo el valle, al cesar la
ventisca, el buen tiempo derretía las nieves a sus pies.
Una ventisca persistente les impidió durante una semana
recoger el envío quincenal, por primera vez desde que estaba allí, pasó hambre.
Una noche mientras se apretaba hambrienta y aterida de frío contra la espalda
del anciano, las lágrimas brotaron de sus ojos, una pena incontenible rebosaba
en su pecho; no pudo resistir más, empezó a llorar con estrépito, sin consuelo.
El anciano se giró y la arropó contra su pecho, era cálido y acogedor; después
de varios meses la pena de años afloró por primera vez, junto a la
desesperación del momento.
Gritaba de dolor, aullaba mientras sus lágrimas corrían
profusamente por sus mejillas, el anciano le acariciaba la cabeza mientras
emitía un leve ronroneo con su abdomen.
Era mediodía cuando se despertó, el anciano meditaba; en la
mesa un poco de comida que devoró con fruición.
El anciano se acercó a ella, “Anoche tuve que cambiarme la
camisa”, fue el único comentario que intercambiaron. Estaba muy cansada pero
tenía la extraña sensación de estar más ligera, de haberse liberado de algo que
la oprimía en su interior. Al salir afuera y sentir el calor de los rayos del
sol sobre su cuerpo sonrió.
“Ven necesito que me ayudes”, siguió al anciano de mala
gana, pero se sentía optimista. “Esta mañana mientras recogía leña me he
encontrado algo”, le dijo el anciano caminando entre el bosque sin girarse a
mirarla. Le costaba trabajo caminar sobre la nieve blanda al ritmo del anciano,
conforme la sensación de frío en sus pies aumentaba iba perdiendo el buen
humor. Maldito viejo, dijo para sí.
“Creí que era un tronco, pero al tirar de él y quitarle la
nieve, vi que me equivocaba”, decía el anciano mientras contemplaba el cuerpo
congelado de un ciervo. “¿Nos lo comeremos?”, la chica ya se imaginaba dándose
un festín. “En absoluto, la carne alimenta las pasiones y eso nos encadena al
sufrimiento” dijo el anciano sin inmutarse.
La chica no pudo más, explotó maldiciendo al viejo, a su
forma de vivir, a todo lo que la rodeaba; durante minutos gritó, insultó,
golpeó todo lo que encontraba. Mientras el anciano sin inmutarse terminaba de
desenterrar el cadáver del ciervo.
“Vamos a subirlo, necesito que me ayudes, yo solo no
puedo”, cogieron el ciervo entre los dos; no podían levantarlo si no que tenían
que limitarse arrastrarlo a través del bosque. “Viejo cabrón” repetía la chica
mientras empujaba; caía una y otra vez al suelo tropezando por lo pesado de la
carga. Tras varias horas de esfuerzo sobrehumano llegaron a la entrada de otra
cueva mucho más pequeña que la suya. El viejo le indicó que mantuviera
silencio.
Había huellas enormes, el anciano acercó el cadáver hasta
la entrada y lo cubrió con nieve por completo. La chica lo miraba con estupor,
al volver le dijo “Cuando llegue la primavera, y salga con sus cachorros
hambrienta; tendrá que comer. Por el olor sabrá que hemos sido nosotros. Hay
que llevarse bien con los vecinos”, esto último lo dijo guiñándole un ojo. A
continuación montó a la chica sobre sus espaldas, “Te llevaré así, estás
agotada”. Cuando llegaron a la cueva ya de noche la chica se había dormido, su
cabeza colgaba sobre los hombros del anciano.
El visitante
Era un tarde de invierno como otra cualquiera, volvían de
recoger leña al atardecer cuando el anciano le dijo, “Esta noche tendremos
visita”, hacía varios días que el tiempo mostraba su cara más amable y el sol
calentaba sus cuerpos sin dificultad; “Siempre viene cuando la montaña se viste
de blanco y hay una ventana de buen tiempo como esta, lleva años sin faltar a
su cita.”
A pesar de las preguntas de la chica, el anciano no dijo
nada más durante la vuelta.
Mientras preparaba una cena más abundante de lo
normal, la chica contemplaba las últimas luces del atardecer; algunas nubes
comenzaron a agruparse sobre la montaña y el viento empezó a silbar. El anciano
salió afuera, “Vaya, parece que se avecina una tormenta.”
Cenaron, pero a diferencia de otras noches, el anciano en
lugar de acostarse se dedicó a avivar el fuego, “traerá mucho frío, esperemos
que no se pierda”, afuera en la noche el viento silbaba con fuerza y la
ventisca golpeaba contra la lona que cubría la puerta.
Pasaron varias horas, estaba ensimismada observando las
llamas bailar sobre la fogata, cuando un golpe sordo la sobresaltó. Se giró
para ver un hombre tambaleándose, junto a la entrada. El anciano se levantó
rápidamente y lo llevo, casi arrastrándose junto al fuego. La chica lo miró,
tenía los hombros y la cabeza cubierta de nieve; las cejas estaban heladas.
“Abuelo me he perdido en medio de la ventisca al bajar… Maldita tormenta…
Habían dado buen tiempo”, le costaba hablar, mientras el anciano le quitaba el
pasamontañas, los guantes y el chaquetón completamente congelados.
“No he podido ponerte la vela como otras veces, la ventisca
me lo ha impedido”, a la chica le pareció que el anciano se disculpaba.
“No se preocupe abuelo, no la hubiera visto de todas
maneras, llevo varias horas dando vueltas por el bosque buscando la cueva… Me
ha faltado poco para no contarlo.”
La chica se fijó en la mano izquierda del hombre, tenía los
dedos amoratados. Miró al anciano, por primera vez vio preocupación en su
rostro.
“¿Puedes mover los dedos?” le pregunto el anciano. “No”
contesto el hombre tocándoselos con la otra mano. “No los acerques mucho al
fuego, sino no podrás recuperarlos. Has tenido suerte de que tenga una
invitada” dijo el anciano mientras le indicaba a la chica que se pusiera junto
al hombre. Hasta ese momento, él no se había percatado de su presencia.
El anciano tomo la mano congelada del hombre y la puso bajo
la ropa de ella contra su vientre. La chica gritó de impresión, “¿Qué haces
viejo?, estás loco”. “Aguanta es la mejor manera de que se recupere” le
contesto mientras se dirigía a sus estantes llenos de tarros.
La chica y el hombre se contemplaron en silencio, detrás el
anciano preparaba con el mortero una mezcla de hierbas y aceite. El hombre
tendría treinta y tantos años, a pesar de su edad conservaba su atractivo;
hacía meses que no estaba tan cerca de un hombre, se despertó algo en ella;
turbada, bajó la mirada. El no entendía que hacia esa chica allí, pero no
quería preguntar; tenía unos ojos preciosos y a pesar de su horroroso peinado
no podía ocultar su belleza. Con la oscuridad de la cueva y lo abultado de sus
ropas no podía discernir como era su cuerpo, pero si iba en conjunción con la
hermosura de su rostro debía de ser espectacular. El dolor de la mano lo sacó
de esos pensamientos.
“Me duele la mano, abuelo.”
“Buena señal, eso significa que la vas a recuperar” exclamó
el anciano.
El anciano se acercó a ambos, sacando la mano del vientre
de la chica, la tomó entre las suyas, untándole la pomada que había preparado.
Después puso una mano arriba y otra debajo de la del hombre y se concentró. La
chica los observaba desde la mesa, los pensamientos y sensaciones que le había
provocado la llegada del hombre le habían quitado el sueño. Le pareció escuchar
que el hombre le preguntaba en susurros al anciano quién era ella. El anciano
no respondió.
Se tocó el pelo, pensó que tendría que estar horrible,
seguramente parecería un adefesio; quién iba a sentirse atraída por ella en ese
estado. De pronto abrió los ojos como platos, le pareció ver unos destellos
verdosos entre las manos del anciano, se concentró pero no vio nada; serían
imaginaciones. Al rato volvió a verlos, no podían ser imaginaciones; mantuvo la
concentración en las manos del anciano; al poco todo el espacio entre ellas se
volvió en una luz verdeazulada que envolvía la mano del hombre. Cada vez tomaba
más intensidad, aumentando de tamaño.
El anciano se levantó, “Te acostarás entre nosotros junto
al fuego y mañana estarás mejor”. Se acostaron los tres, uno al lado del otro,
el hombre y el anciano se durmieron rápidamente. Ella no podía, cogió con sus
manos un mechón de pelo rizado del hombre, jugueteo con él durante un rato; el
hombre respiraba sonoramente en su profundo sueño, le acarició la cabeza; el
deseo brotaba en ella, -tanto tiempo sin follar- se dijo.
Envalentonada por el calor de su entrepierna, introdujo la
mano en el saco del hombre, con cierta dificultad pudo tocarle el pecho bajo
tanta ropa. Era cálido, suave con algo de vello; al acariciar un pezón, el
hombre dio un respingo pero no se despertó; los suyos se habían endurecido.
Paró un momento, así no conseguiría nada, ese hombre estaría agotado y con el
viejo no había nada que hacer. Continuó acariciándole el pecho, mientras
introdujo su otra mano entre sus piernas, hacía tiempo que estaba húmeda. Cayó
en la cuenta de que llevaba meses sin tocarse, un deseo arrebatador la inundó;
apretó su clítoris con fuerza mientras lo masajeaba circularmente. La otra mano
acariciaba el torso desnudo del hombre, intentaba refrenar los gemidos pero el
orgasmo se acercaba velozmente cabalgando sobre su clítoris. Retiró la mano del
hombre y se giró dándole la espalda; introdujo los dedos en su vagina
presionando a la vez con la palma de la mano. No pudo evitar gritar.
Se incorporó, el hombre y el anciano dormían sin percatarse
de nada. Se echó de nuevo, se quedó dormida sin darse cuenta, con la mano
todavía entre sus piernas calientes y empapadas.
A la mañana siguiente al despertar, el anciano no estaba y
el hombre seguía durmiendo. Al salir fuera el solo calentaba con fuerza a pesar
del frío, apenas quedaba rastros de nieve de la noche anterior. Una idea le
rondaba la cabeza. Aprovechando la soledad se quitó el pantalón y las bragas;
se lavó como pudo en la acequia. Le dolían las manos y las nalgas del frío.
Rápidamente se puso solo los pantalones. Entró a calentarse las manos junto al
fuego, el hombre seguía durmiendo; después de avivar el fuego buscó ropa
limpia.
Rápidamente salió fuera de nuevo. Se quitó toda la ropa del
torso, los pezones se le erizaron del frío; tiritaba mientras se lavaba las
axilas y el pecho. Estaba extremadamente delgada, solo sus senos acumulaban
algo de grasa. Si estuviera en casa su madre la llevaría al médico por
anoréxica. El intenso dolor de las manos la hizo volver a la realidad, a que
estaba semidesnuda a muy baja temperatura, se vistió y volvió a estar junto al
fuego.
Preparó algo de comer caliente y llamó al hombre. Este
apenas podía abrir los ojos, estaba entumecido; tardó en levantarse.
Ella ya había desayunado cuando él se sentó a la mesa,
“Come que se va a helar” le dijo mientras le acercaba un tazón que apenas
humeaba. Mientras el hombre tragaba esa mezcla de arroz con hierbas, la chica
mantenía su mirada en él. Observando sus gestos, recorriendo cada milímetro de
su rostro con la mirada. Cuando termino de comer el hombre la miró.
Es un poco rara, se dijo. “¿Te pasa algo?” dijo en voz alta
sin dejar de mirarla.
Ella sin inmutarse contestó: “Pues sí, pasa que llevo aquí
varios meses sola con el viejo. Sin echar un polvo en condiciones y vas y
apareces tú.”
“Tengo yo la culpa”, dijo el hombre sorprendido.
“No creo”, dijo ella levantándose con desgana a fregar los
cacharros.
El hombre la observaba desde la entrada de la cueva, se
imaginaba que arreglada sería muy atractiva. Ella volvió adentro, colocando sus
manos rosadas y entumecidas junto al fuego.
“Más tarde iré a dar una vuelta al bosque y me gustaría que
vinieras conmigo”, soltó abruptamente la chica sin mirarlo. El hombre no supo
que decir, permaneciendo callado.
Al rato volvió el anciano cargado de leña, sonriente como
de costumbre le dijo “Te has recuperado, y tu mano ¿Cómo está?” El anciano la
tomó en sus manos y la observó girándola, tenía zonas amoratadas y blancas pero
con un ligero aspecto rosado. “Se pondrá bien.”
Después del almuerzo el anciano se disponía a ponerse a
meditar, cuando la chica le dijo que iba a dar una vuelta; se extrañó pues
nunca salía sola. El hombre, con un ligero tono vergonzoso, dijo que la
acompañaba. El anciano entendió.
El hombre seguía a la chica en silencio, durante media hora
se alejaron de la cueva hasta llegar al arroyo; junto a un árbol enorme la
chica se acercó a él, agarrándolo de la ropa lo atrajo hacia ella; “Cuanto
tiempo deseando esto” dijo mientras podía sentir la respiración del hombre en
su cara.
Se besaron, primero con timidez después ardientemente; la
chica introducía salvajemente su lengua en la boca de él y mordía sus labios
con violencia. Estaba muy excitada. El introdujo sus manos bajo la ropa de
ella, acariciando su vientre y sus pechos. Estaban duros y erectos, como los
pezones. Los apretó mientras imponía su fuerza en la batalla de lenguas que se
libraba entre sus bocas.
Notó la mano de la chica apretando su pene bajo su ropa, el
cansancio no le impedía tener una buena erección. “Fóllame… Métemela, no puedo
esperar más”, imploraba la chica mientras se quitaba los pantalones.
El la cogió a horcajadas mientras ella, a la vez que pasaba
sus brazos sobre sus hombros, introducía ansiosamente la lengua en su boca. Le
costaba encontrar la diana así en volandas. La apoyó contra el tronco del árbol
y pudo colocar su pene en la boca del sexo de ella, que gemía sonoramente. La
agarro firmemente por los glúteos e introdujo de golpe su sexo hasta el fondo
de la vagina de ella, que gritó ostentosamente.
La fornicaba apretándola contra el árbol, la chica ascendía
con cada embestida. No recordaba haber sentido tanto placer nunca y perdió el
control de sí misma. Gritaba, mientras le mordía el cuello a él, era como si
esa polla le llegará hasta su pecho. El orgasmo llegó sin avisar, sus gritos se
convirtieron en alaridos y ella misma se agarró al tronco para impulsar su
cuerpo ensartado en ese mástil de pasión. El hombre empezó a sentir que le
fallaban las piernas, en ese justo momento el semen salió disparado inundando
la vagina de ella, mientras sus gritos se unían a los de ella.
Cayeron ambos al suelo, golpeándose ella dolorosamente. Se
miraron, ella resplandecía de placer; sonriendo le echo los brazos por encima y
mientras le besaba le decía “Esto no ha hecho más que empezar.”
Buceo entre las piernas del hombre succionando su pene como
si fuera el aire que le daba vida, al poco tenía otra erección. “Metémela por
detrás” le dijo mientras se apoyaba en el árbol.
La vagina le recibió con alborozo, totalmente húmeda y
caliente; el hombre no pudo ni reparar en los arañazos que tenía la chica en el
culo. El orgasmo de ella era muy sonoro, no recordaba nunca haberse corrido con
tanta facilidad, pero mientras se golpeaba con el tronco por las embestidas de
él, no pudo darse cuenta de eso. El sexo le ardía y mientras gritaba era como
si ese calor llegara hasta su pecho, empujado por las ondas musculares que
producía el orgasmo en su vagina.
El hombre jugueteaba con su ano húmedo y abierto con sus
dedos, mientras la penetraba. Le excitaba que a ella le gustará eso. Decidió
probar suerte, pocas veces había tenido la oportunidad de penetrar ese lugar.
Sacó su pene de la vagina de ella y comenzó a frotarlo contra el ano, ella
parecía que no se había dado cuenta pues seguía gritando igual. Empujo contra
el ano introduciendo el glande con facilidad, estaba igual de cálido y húmedo
que la vagina no podía creerlo. Lentamente introdujo el resto del pene en la
estrechez del ano, la chica seguía gritando de placer.
Lo recorría con su pene desde la abertura hasta el fondo,
primero suavemente, después cada vez más rápido; ahora era él quien también
gritaba. Le ardía el sexo y sentía como sus conductos se llenaban de semen,
pronto explotaría. La chica clavaba sus uñas en la corteza del árbol
continuando con su orgasmo extendido; loca de placer sintió unas violentas
embestidas que la llenaban por dentro, algo ascendía por su espalda; sintió una
enorme presión en la cabeza, mareándose. Se cayó al suelo mientras él la
soltaba sacando su pene ardiente y dolorido de su ano.
Mientras él se sentaba en el suelo gimiendo de placer, a
ella le daba vueltas la cabeza tumbada en el suelo con las piernas abiertas
frente al hombre. Nunca había follado con nadie como ella, se dijo el hombre,
ni había visto un sexo tan grande y receptivo. Se preguntó si follaría con el
viejo.
Bastantes minutos después se vistieron al empezar a notar
el frío circundante. Sin cruzar palabra en todo el camino de vuelta, llegaron
al atardecer a la cueva.
El anciano les esperaba con la cena preparada. Comieron los
tres en silencio, pero la chica no pudo terminársela sentada y tuvo que hacerlo
de pie. No podía estar mucho tiempo sentada. El anciano le pregunto qué le
pasaba. “Nada viejo, que me he caído en el bosque y me he arañado el culo”,
dijo la chica con evidente disgusto.
“Déjame ver”, dijo el anciano acercándose a ella. La chica
se bajó un poco el pantalón enseñándole los glúteos arañados al anciano. “Vaya,
vaya” fueron sus palabras mientras se dirigía a sus estantes con plantas.
Preparó una pomada y mientras se la untaba en los arañazos
del culo a la chica dijo: “eso pasa por follar contra un árbol”, riéndose
sonoramente.
“Viejo de mierda, mirón asqueroso” grito ella, acostándose
y envolviéndose completamente en las mantas con evidente malestar.
Los dos hombres permanecieron en silencio. Al tiempo el
anciano le dijo “Tendrás que irte mañana a primera hora. No puedes quedarte más
tiempo aquí… Además ya estás recuperado”. El hombre asintió a la vez que se
escuchaba a la chica bajo la manta decir: “Viejo hijo de puta.”
El hombre se sentó junto al anciano. “¿Por qué no viene
usted conmigo?, baje de esta montaña. Podría enseñar. Se lo he dicho muchas
veces, puedo conseguir dinero para construir un monasterio, seguiría su
práctica y podría tener discípulos. No se perdería su enseñanza.”
“No tengo nada que enseñar, todo a nuestro alrededor es la
enseñanza, sólo tienes que verlo… Además ya tengo discípulo” dijo señalando al
bulto escondido bajo las mantas mientras se reía. El hombre lo miró con
incredulidad.
A la mañana siguiente cuando la chica despertó, él ya no
estaba.
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