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Copyright Francisco José Del Río Sánchez 2008

jueves, 13 de julio de 2017

El viejo de la montaña. La otoñada y el amanecer de un nuevo día. 3ª parte

Si no has leído las primeras partes del relato puedes hacerlo aquí: El viejo de la montaña. La Llegada. 1ª parte.

La otoñada

Bajar a por el envío fue bastante agotador pero tuvo su premio, su padre había incluido unas chocolatinas y unas galletas, sus preferidas, que devoró con fruición. El anciano la contempló sonriendo; además una carta de su madre la hizo llorar un poco.
Para el anciano su mejor regalo era el pan que recibía en cada entrega, además de la verdura y fruta fresca, esos días de dieta fresca notaba su cuerpo con más energía; pero su debilidad era el pan, le encantaba el pan y mientras la chica leía la carta le dio un pellizco al pan que masticó con deleite.
Aunque la mayor parte del peso la llevaba el anciano la vuelta a la cueva fue agotadora para la chica; llegaron ya de noche y por primera vez sintió miedo desde que estaba en la montaña, al entrar en la cueva se tumbó sobre sus mantas y se quedó dormida, el anciano después de cenar la tapó bien y antes de acostarse observó un rato las estrellas danzando en la bóveda celeste, se sonrió pensando que la chica no se había acordado de tocarse; entró adentro y echó más leña al fuego, se aproximaba una borrasca.
Llovía sin cesar, día tras otro, el agua chorreaba formando una cortina a la puerta de la cueva; a pesar del fuego siempre encendido, la humedad lo inundaba todo. Lo peor, las horas sin hacer nada. El anciano se pasaba el día meditando frente a la pared y cocinando, la chica se distraía mirando el agua caer, observando las diferentes formas que tomaba la cortina de agua de la entrada dependiendo de la intensidad de la lluvia.
“Aquí también tenemos tele” le dijo el anciano acercándose a ella, sorprendiéndola ensimismada observando la lluvia. Jodido viejo se dijo a sí misma. Observar el agua la relajaba, era como si se lavara por dentro; apenas recordaba su vida anterior, solo por las noches su mente vagaba a sus recuerdos, se le humedecían los ojos sin entender por qué habían pasado tantas cosas; echaba de menos a su madre.
Después de varios días una mañana mientras desayunaban le dijo al anciano: “Quiero que me enseñes a meditar”; pronunció la frase de improviso, casi sorprendiéndose, y por un momento se arrepintió de lo que había dicho.
Al rato el anciano le puso un tronco para que se sentara delante de la pared, colocó una manta sobre él para hacerlo más cómodo; le cruzo las piernas en semiloto, con los pies sobre las pantorrillas; aunque no estaba acostumbrada se sorprendió de conservar tanta flexibilidad. Recordó cuando siendo una niña su padre meditaba con las piernas así y ella se sentaba a su lado imitándolo durante breves minutos; unas lágrimas brotaron de sus ojos.
El anciano le empujo levemente las caderas hacia adelante y le enderezó la espalda para que la columna tomara su arco natural. Le metió un poco la barbilla hacía dentro para que estirará la nuca y su rostro estuviera paralelo a la pared. Por último unió sus manos sobre su regazo, justo por debajo del ombligo, con los dedos unos sobre otros y los pulgares unidos formando un ovalo con las manos.
El anciano se sentó junto a ella. “Mira ligeramente hacia abajo con los ojos semicerrados… Cuida de mantener la espalda y la nuca recta… Observa tu respiración…Obsérvalo todo… Incluso tus pensamientos… Déjalos pasar, como el cielo deja pasar las nubes… Respira con naturalidad.”
Después de unos 20 minutos que a ella le parecieron una eternidad, se incorporó diciendo, “Esto es insoportable viejo”. Se sentó junto a la puerta observando la lluvia, el sonido rítmico de la lluvia la embelesaba.
Por la tarde miró al anciano meditando frente a la pared, después de un tiempo de duda se sentó junto a él, intentó no sin cierta dificultad recordar la postura que le enseñara por la mañana. El anciano no se inmutaba, sólo se escuchaba su tenue respiración apenas perceptible bajo el sonido de la lluvia. Tras varios intentos consiguió encontrar la postura, se concentró en su respiración, pero su mente era un hervidero de pensamientos, al rato empezó a sentir dolor en la cabeza. Esto no marcha bien se dijo, intentaba observar sus pensamientos, dejarlos pasar imaginando que eran nubes, pero a cada momento se sorprendía enganchada a algún pensamiento, a algún recuerdo. Se vio envuelta en una lucha constante con su mente, cada vez se sentía más incómoda.
“No merece la pena luchar” se sobresaltó con la voz del anciano que resonó en toda la cueva. Lo miró, permanecía inmutable como una roca, sin moverse ni pestañear. Intentó no luchar consigo misma, al rato se volvió a levantar.
Al día siguiente no llovía, el anciano de pie junto a ella, la observaba dormida, estaba muy delgada con el pelo estropeado lleno de nudos; no era un lugar para tener el pelo largo se dijo el anciano. Todavía no había amanecido, cuando una vez preparado el desayuno, la zarandeo para despertarla. “Tenemos mucho trabajo, hay que aprovechar el buen tiempo para acarrear leña y recoger los frutos del otoño.”
Maldito viejo se dijo la chica mientras se incorporaba.
Fueron días agotadores porteando leña a la cueva para que se mantuviera seca, apenas quedaba hueco para ellos dentro; pero recoger frutos le gustaba, el anciano le enseñó a subir a los árboles para zarandear las ramas y poder recoger los frutos sin la humedad del suelo que los terminaba estropeando. Le recordaba a su infancia cuando iban al campo y siempre intentaba subir a algún árbol para terminar su padre poniéndola en sus hombros para que pudiera subirse. Por primera vez en años lo echó de menos.
Pasó una semana en la que apenas tuvieron tiempo de pensar ni hablar otra cosa que no fuera recoger leña y frutos. El anciano la observaba, ya no necesitaba de sus consejos ni avisos para caminar por la montaña, la chica empezaba a hacerse íntima con ella, pronto podría caminar sola por ella. Su rostro áspero y contraído que traía a su llegada se había relajado y suavizado, incluso la había visto sonreír, aunque ella se lo ocultara, cuando se sorprendía con algún animalillo en el bosque o alguna rara flor de otoño.



El amanecer de un nuevo día

“Mañana nos levantaremos de madrugada… tenemos que ir a un sitio.”
“¿A dónde viejo? ¿Qué es eso tan importante para que no me dejes dormir?” dijo la chica con evidente disgusto, levantándose de la mesa para fregar los platos y cacharros en la acequia.
Hacía frio fuera y las manos le dolían con intensidad. Volvió corriendo al calor de la cueva, extendiendo sus manos junto al fuego para que cesara el dolor. Estoy agotada y ahora al viejecito se le ocurre una sorpresita, ¡Que cabrón es!, se dijo.
Le pareció que llevaba solo unas pocas horas durmiendo cuando el anciano la despertó. Se levantó insultando para sus adentros y todavía no había terminado de despertarse cuando el anciano le puso un plato humeante delante. “Come que necesitas energía para la caminata”. Con esfuerzo trago casi sin distinguir lo que comía.
Cuando empezaron a caminar era noche cerrada, un inmenso cielo estrellado cubría sus cabezas; el frio era intenso, le dolían las manos y apenas podía seguir el ritmo de ascenso del anciano a través del bosque. Por suerte el vertiginoso ascenso intentando no perder el rastro del anciano calentó su cuerpo; cesó el dolor de las manos.
Abandonaron la bóveda arbórea a la vez que la pendiente se hacía vertiginosa, respiraba agitadamente, cada vez le costaba más trabajo seguir al anciano, apenas visible en la oscuridad de la noche metros más adelante. Le grito sin obtener respuesta; ¡maldito viejo!, se apresuró para no perderlo.
Pasaron horas que se le hicieron eternas, detrás de ella el horizonte comenzó a tornarse anaranjado con las primeras luces del día; pero no pudo fijarse en él, solo atinaba a no perder de vista al anciano mientras ascendían por la montaña. A veces tenía que trepar un poco ayudándose con las manos.
“Hemos llegado” el anciano le hizo señas desde un promontorio rocoso, con dificultad trepó junto a él. Era verdad, bajo ellos se extendía todo el valle que comenzaba a iluminarse bajo la luz anaranjada del amanecer. Se sorprendió por la hermosura del paisaje.
El anciano se sentó sobre una roca, haciéndole señas de que se sentara junto a él para observar la salida del Sol. Le paso el brazo sobre sus hombros, pegando su cuerpo al de ella, “Así tendrás menos frio”, ella recostó su cabeza sobre el hombro del anciano y este empezó a acariciarle el pelo.
“Pronto saldrá el sol dando paso al amanecer de un nuevo día… Igual tú puedes dar paso al amanecer de una nueva vida. Sólo depende de ti.”
La chica escuchaba esas palabras repetirse en su mente como si el eco de la montaña se hubiera instalado en su interior. El espectáculo le pareció el más bello que hubiera contemplado en su vida, el cielo se volvió naranja y los primeros rayos de sol comenzaron a despuntar en el lejano horizonte; no había indicios de ninguna señal de vida humana en todo el valle.
Sin darse cuenta se quedó dormida apoyada sobre el cuerpo del anciano, este se sonrió y la apretó con fuerza para protegerla del frio de la mañana.
El anciano la despertó cuando el sol ya le calentaba el cuerpo. Se sentía bien. Descendieron en silencio, ella muy retrasada se entretenía con cada roca, cada planta que encontraba; se interesaba por lo que le rodeaba.
Una noche, varios días después, sentada a la puerta de la cueva, mientras se tocaba los mechones de pelo corto que le había dejado el anciano al pelarla con sus toscas tijeras, escuchó el aullido como de un perro en el bosque; sobresaltada entró dentro. “¿Qué es eso viejo?” preguntó mientras un coro de aullidos se extendía por el valle.
“Eso son lobos niña, cuando yo vine no había, pero hace años aparecieron en la montaña y cada año son más, no te preocupes, me conocen saben que estoy aquí; yo no me meto con ellos y ellos no se meten conmigo, simplemente nos evitamos”, respondió el anciano con naturalidad sin dejar de preparar la cena.
La chica se sentó junto a él, presa del pánico, “Pero podrían comernos, ¿cómo vamos a dormir tranquilos?”
“No te preocupes por ellos”. Añadiendo al rato, “Solo debes de preocuparte del que camina sólo en el bosque, del que se mueve con sigilo a pesar de su enorme tamaño. A ese sí que hay que evitar, de un solo zarpazo puede matarte en el acto. Me lo he encontrado varias veces de frente y siempre me he mostrado sumiso ante él. Incluso una vez al principio me olió la cabeza, pero ya se han acostumbrado a mi olor y nos evitamos en lo posible.”
La chica comió en silencio sin poder dejar de sobresaltarse con cada aullido. Cuando se acostaron se acercó al anciano todo lo que pudo, este al rato le dio la espalda. Ella se pegó a él tiritando de miedo, al poco se atrevió a pasar la mano sobre el cuerpo del anciano abrazándolo, este sonrió cogiendo la mano de la chica y apretándola contra su pecho; empezó a calmarse.
El anciano sentía los pechos duros de la chica apretados contra su espalda y el calor de sus muslos contra sus nalgas. Le invadió otro calor diferente, sentía despertar su energía sexual, le embargó el deseo; concentrándose en él, despertó su energía sexual, tuvo una erección, la primera en años. Concentrándose en la respiración hizo circular esa energía por su cuerpo, el calor le invadía, la palma de la mano que tenía sobre la de la chica le ardía; la energía también fluía hacia ella, calmándose por completo. El anciano se durmió.
La chica mientras tanto se sorprendió del calor que desprendía el anciano, se pegó aún más, se sentía reconfortada, calmada; poco a poco se fue olvidando de los animales del bosque; su pecho se expandía al contacto con el calor que desprendía el anciano, le parecía que algo emanaba de él y la envolvía; era tan agradable que se quedó dormida intentando entender que sucedía.







Trailer de la película andaluza Entrelobos, basada en una historia real no tan lejana.



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