Si no has leído la primera parte del relato puedes hacerlo aquí: El viejo de la montaña. La Llegada. 1ª parte.
Los primeros días
El anciano pasaba horas frente a la pared meditando, la
chica sentada en la puerta de la cueva mirando hacia el bosque, ensimismada en
sus pensamientos. El resto del tiempo se arrastraba por el bosque tras el
anciano recogiendo plantas comestibles e hierbas, no cruzaban palabra, se
pasaban el día casi sin hablar.
El anciano se aproximó a la entrada de la cueva, la chica
al verlo le escupió: “Esto es un rollo, viejo, y encima ya no tengo batería de
mi móvil, aunque para lo que me sirve, no había cobertura ni en esa aldea de
mierda que está yo no sé dónde. Por lo menos podía escuchar música y sentirme
viva”.
Al rato el anciano le contesto: “La montaña produce música
las 24 horas del día, los pájaros cantando desde el alba hasta el amanecer, de
madrugada el sonido de los animales nocturnos, el zumbido del viento entre las
ramas de los árboles y la canción constante de este regato de agua. Si sabes
escucharlo no necesitas ese cacharro para nada”.
La comida consistía en arroz por la mañana por la tarde y
por la noche acompañado de raíces, plantas, hierbas y frutos del bosque, además
de conservas de verduras y fruta; cada 15 días el anciano bajaba hasta el punto
de encuentro a medio día de camino para recoger el saco de arroz, las
conservas, algunas verduras y fruta fresca, además de pan.
La chica estaba perdiendo peso, la comida le resultaba
asquerosa; estaba muy delgada y la ropa empezaba a estarle grande, no entendía
qué sentido tenía todo aquello pero hasta que no pasaran los 15 días no podría
dejar un mensaje para que la recogieran 15 días después. Tenía que pasar a la
fuerza un mes allí, vaya mierda.
Esa noche al acostarse echaba de menos algo, llevaba mucho
tiempo sin sentir su cuerpo vibrar, sin sentir el calor de otro cuerpo, sin
sentir algo dentro de ella penetrando en su interior. El deseo nacía en ella, e
iba inundando su cuerpo; espero hasta que pensó que el anciano se había dormido
y empezó a acariciar su cuerpo primero suavemente, después con más intensidad.
El ruido de la manta moviéndose despertó al anciano que permaneció escuchando
en silencio.
Pasaba la mano por sus pechos recorriendo su torso y
bajando hasta la ingle siguiendo por el interior de sus muslos, empezaba a
estar húmeda, se subió la camisa tocando la piel cálida y suave de sus senos,
agarrando con ambas manos sus rugosos y duros pezones, apretaba las piernas
mientras el placer calentaba su cuerpo; después de un rato estimulando sus
pezones, con pellizcos, tirando suavemente de ellos, y abarcando con cada mano
un pecho duro y juvenil, su respiración comenzó a agitarse.
Se quitó los pantalones y la ropa interior, cuando su mano
apretó su sexo con fuerza, los labios exteriores estaban hinchados al igual que
su clítoris, que notaba duro y erecto bajo su palma, sus flujos vaginales
mojaban su entrepierna. Se restregaba con fuerza sobre su sexo gimiendo
levemente. En la cueva podía escucharse el sonido de su mano resbalando sobre
su sexo húmedo, pero ella solo podía pensar en seguir dejándose llevar por el
deseo que la desbordaba.
El anciano recordó el calor de la juventud, ese ardor que
nos hace cometer locuras, sintió como la energía sexual se despertaba en él. Se
dio lo vuelta dándole la espalda a la chica y se durmió escuchando el sonido
rítmico de la masturbación.
A partir de ese día todas las noches se repitió la misma
situación sin que los gritos de la chica con su orgasmo llegaran a despertar al
anciano.
Varios días después, una mañana el anciano le dijo de pronto:
“Estás sucia, te tocas todas las noches, necesitas limpiarte”.
“Que quieres que hagas viejo, si solo tengo el dedo. Algo
tendré que hacer. ¡Qué mierda!” le respondió la chica alejándose soltando
palabrotas.
Las primeras semanas
El otoño se acercaba, el frio era intenso por las noches,
pero por el día todavía el sol calentaba, el viejo había delegado en la chica
la tarea de mantener el fuego siempre encendido, eso la distraía un poco más.
Por las noches tenían que aportar bastante leña para mantener el calor de la
cueva, aunque a ella el calor no se le pasaba a pesar de que todas las noches
tenía la misma rutina.
Se aseaban en la pequeña acequia a turnos al sol del
mediodía que hacía más llevadero el lavarse con el agua helada. Los primeros
días la chica se había metido en la cueva mientras el anciano se lavaba pero
sentía curiosidad y termino asomándose para ver al anciano, al rato volvió a la
cueva con repugnancia, si durante meses ese era el único hombre que iba a tener
a su lado menudo plan. El cuerpo del anciano plagado de arrugas no almacenaba
ni un gramo de grasa mostrando un torso y unos miembros en los que huesos,
músculos y venas se marcaban con claridad, tan solo la carne arrugada de los
glúteos colgaba por efecto de la gravedad.
Se preguntaba que estarían haciendo en la ciudad sus
amigas, echaba de menos la tele, internet, el móvil, los días se le hacían
eternos y la misma rutina se repetía día tras día, recorrer el bosque, recoger
plantas y frutos y el silencio del viejo, que tío más aburrido se decía. Cada
vez le costaba menos seguir su ritmo por la montaña pero seguía absorta en sus
pensamientos, en su imaginario mundo interior, sin llegar a conectar con lo que
la rodeaba, se pasaba las horas ensimismada en sus pensamientos mientras el anciano
meditaba o preparaba la comida. Una tarde mientras observaban la cumbre de la
montaña entre la bóveda del bosque le dijo el anciano que una mañana subirían a
contemplar el sol naciente. Ella le escucho sin decir nada pensando en que
quien quería ver nacer el sol; no podía llevarla al MacDonalds eso sí que era
algo que merecía la pena.
La limpieza
Una mañana el anciano la mando al despertar a recoger leña
para el fuego, cuando volvió cargada de leña, maldiciendo por los arañones que
tenía en las manos y en los brazos; se encontró junto al fuego un barreño de
madera y al anciano calentando agua en el puchero más grande.
“Ha llegado la hora de limpiarte, cuando tenga suficiente
agua te bañaré aquí”.
“Estoy limpia viejo, me lavo todos los días como tú. ¿Dónde
tenías ese barreño?”.
“Ahí con las mantas” respondió el anciano. “No puedo creer
que lleve tantos días lavándome en esa agua helada y tu tengas un barreño para
bañarte. Viejo cabrón. Y encima calentando agua caliente”.
“Después de desayunar sal fuera y no vuelvas a entrar hasta
que te avise”.
Al mediodía la chica tenía calor con el sol de la mañana,
de la cueva salía un olor a vapor y a hierbas, se deleitaba pensando en el agua
caliente. El viejo salía cada cierto tiempo y la hacía dar numerosos viajes con
el puchero a la acequia.
Se estaba quedando dormida cuando la llamó. Toda la cueva
estaba llena de vapor, el anciano había colocado una manta tapando una parte de
la abertura de la cueva para que no se fuera el vapor, parecía una sauna. “Está
manta la uso en invierno cuando nieva y por las noches para que no se vaya el
calor del fuego” le dijo a modo de explicación.
“Desnúdate que voy a limpiarte” le dijo el anciano sin la
más mínima expresión en su rostro.
“Estás loco viejo, que ya soy mayorcita y se bañarme sola”.
Vociferó la chica.
“Voy a limpiarte de esa energía enfermiza que te hace
tocarte todas las noches… y recuerda que tengo 80 años”.
“Vaya mierda viejo, no podía ser tan bonito ya sabía yo que
alguna jodida tenía que tener esto. ¿Qué pasa que llevas muchos años sin ver
unas tetas y un culo, pues nada disfruta del espectáculo”, mientras empezó a
quitarse la ropa. “A ver quién se la machaca esta noche.”
Se introdujo en el barreño tapándose los pechos con una
mano, se sentó dentro y se dejó inundar por el enorme placer del agua cálida,
respirando los vapores aromáticos que despedían las hierbas que flotaban en
ella; no era muy amplio pero podía estar sentada con las piernas recogidas. El
anciano puso sus manos sobre su cabeza, de vez en cuando presionaba con las
yemas de los dedos en zonas concretas de su cráneo. Cada vez se sentía más
relajada, cerró los ojos y se dejó llevar.
El anciano le echó agua caliente con un cazo sobre los
hombros, la cabeza, mojándola por completo, se sentía en la gloria por fin algo
que merecía la pena después de tantos días. El tiempo se le hizo eterno.
“Es hora de lavarte bien”, el anciano empezó a refregarle
como unos líquenes con fuerza por la cabeza. “Me haces daño viejo que eso
araña”.
“Cierra los ojos y déjame hacer que es necesario” le
replico el anciano. Se había acabado lo bueno se dijo ella.
El anciano le raspaba la piel con fuerza bajando por el
cuello, los hombros, la espalda. No bajo la intensidad al pasar al pecho, “Ay
que me duele” dijo ella mientras el anciano le restregaba las tetas.
“Ponte de pie que necesito seguir”, no había ninguna
emoción en las palabras del anciano, concentrado en su trabajo no prestó
atención a la belleza del cuerpo de la chica cuando se puso de pie frente a él.
Su sexo situado frente a la cara del anciano con su pubis poblado de bello
moreno. Prosiguió refregando sus caderas, las piernas, los pies.
“Abre las piernas”, cuando lo hizo le restregó con fuerza
en la entrepierna desde el pubis hasta el ano, la chica no pudo evitar gritar
“Ya está bien que me desollas”. Y se sentó en el agua. El anciano cogió un
jabón y un trapo y le lavó todo el cuerpo. Era aceitoso pues le dejó todo el
cuerpo lubricado, se sentía más ligera; ya no le importunaba su desnudez ante
el anciano.
“Túmbate sobre la manta frente al fuego que voy a darte un
masaje” le indicó el anciano.
La chica salió con pereza del agua templada tumbándose
mojada sobre la manta ante el fuego. Por pudor se colocó boca abajo. La silueta
de su cuerpo mojado parecía resplandecer con las llamas del fuego, que el
anciano avivaba. Este empezó a masajearle la cabeza, era como si quisiera tocar
cada hueso de la misma, movilizarlo, hacerlo sentir vivo, siguió con el cuello
movilizando cada una de las cervicales, la chica empezó a sentir una sensación
de ligereza que nacía en su cuello y comenzaba a extenderse por su cabeza y su
espalda. Estiró los brazos que tenía encogidos bajo el pecho, comenzaba a
sentirse cada vez mejor, confiada, relajada. El anciano proseguía
minuciosamente moviéndole levemente los huesos de los hombros, los omoplatos,
las costillas; cuidadosamente fue estimulando una a una cada vertebra, hasta el
coxis que movió de adentro hacia afuera. Las tensiones de su espalda parecía
que se habían esfumado, separó las piernas a la vez que el anciano tocaba los
huesos de su cadera, era como si sintiera la necesidad de abrirse, de
expandirse. Después de las piernas, sintió gran placer mientras el anciano le
movilizaba y acariciaba los huesecillos de los pies, no quedo ninguno sin estimular.
A continuación comenzó a tirarle de la piel de los pies
ascendiendo por detrás de las piernas, algunas zonas permitían que la piel se
estirara mientras otras no se estiraban apenas produciéndole las manipulaciones
del anciano pequeños dolores propios de pellizcos. La piel de los glúteos se
estiraba con facilidad, le gustaba aquello, que bien se sentía. La espalda
también permitía estirar varios centímetros la piel, no pudo evitar un
escalofrío cuando el anciano le estiraba la piel del cuello, la cabeza incluso
detrás de las orejas, sentía como se estimulaban sus zonas erógenas, abrió un
poco más las piernas y los brazos era como si su cuerpo se expandiera, una
sensación muy agradable la inundaba como si le hubieran quitado una capa vieja
sobre su piel, comenzó a emitir leves gemidos, su sexo empezó a humedecerse y
el deseo a inundarla. El anciano siguió con los brazos y las manos repitiendo
la misma operación, mover todos los huesos y después estirar la piel.
Se levantó a tomar un poco de agua y sin apenas mirar el
cuerpo de la chica le dijo que se diera la vuelta; ella perezosa se puso
lentamente boca arriba con sus brazos y sus piernas abiertas, el anciano se
situó entre sus pies estimulándole las pantorrillas, siguiendo con los huesos
de la rodilla, girándole las rotulas. Estaba tan concentrado en lo que hacía
que, mientras intentaba mover el pubis de la chica, no fijó la mirada en su
sexo abierto y brillante, empapado en flujos vaginales.
El tiempo pasaba para ambos como si no hubiera otra cosa y
la luz de la tarde alumbraba la entrada de la cueva, el día avanzaba sin que
ninguno de los dos se diera cuenta. Con extremada delicadeza el anciano movía
las costillas de la chica bajo sus senos e incluso el esternón. Después de las
clavículas, la manipulación continuó por las mandíbulas, relajando la cara de
la chica, a través de la piel el anciano estimulo la raíz de cada hueso, siguió
con los pómulos, la nariz y la frente.
Se dispuso a estirar la piel de las piernas, pantorrillas y
muslos; al estirar la cara interna de los muslos la chica abrió las piernas por
completo aunque el anciano no se distrajo de su trabajo a pesar de que el vello
púbico le rozaba los dedos; los gemidos de la chica se hicieron evidente, el
placer y el deseo eran cada vez más fuertes; pero a su vez una gran sensación
de libertad y amplitud la inundaban. Dejando para después el brillante sexo
húmedo e hinchado, el anciano estiro la piel del pubis con cuidado de no tirar
de los pelos; la piel del vientre se estiraba sin dificultad, cuando llego al
pecho esta se estiraba fácilmente sobre todo los endurecidos pezones que pudo
estirar varios centímetros. En la zona del cuello la chica volvió a sentir un
nuevo escalofrío que la hizo cerrar las piernas gimiendo sonoramente. El
anciano sin inmutarse continuó estirando la piel de la cara. Que placer sentir
como la piel se distendía en su cara, se sentía tan ligera y era como si su
cuerpo ocupara mucho mayor espacio del que realmente ocupaba, como si hubiera
crecido de tamaño en todas direcciones, se sentía muy a gusto. No recordaba la
última vez que se había sentido así.
Cuando terminó de estirar toda la piel de la cara el
anciano avivó el fuego pues empezaba a sentirse frio en el interior de la
cueva. Se lavó las manos y sentándose junto a las caderas de la chica le abrió
las piernas, esta las abrió completamente sin poder refrenar el deseo. El
anciano empezó a tomar con sus dedos los labios de la vagina estirándolos al
máximo, era como si su sexo se abriera hasta límites insospechados; la sensación
de apertura inundaba todo su cuerpo, sus gemidos llenaban la cueva y su
clítoris crecía endureciéndose un poco más. Con suma delicadeza el anciano le
estiro levemente los labios interiores y la parte externa del clítoris, la
chica emitió un gritito.
El anciano se levantó, se lavó las manos y después de tapar
a la chica con una manta se dispuso a vaciar el barreño con el mismo puchero
que había servido para llenarlo. Afuera hacia frío y el atardecer lo inundaba
todo. La chica se había encogido bajo la manta disfrutando de las sensaciones
de su cuerpo.
Cuando termino de vaciar el barreño el anciano se sentó a
contemplar las primeras estrellas que aparecían. Al rato apareció la chica
junto a él, envolvía su cuerpo desnudo con la manta. “Viejo podías haberme
hecho algo ya que me habías puesto a cien” le recriminó mientras intentaba no
pincharse sus pies desnudos con las piedras del suelo.
“Cuando te lo merezcas” le contesto el anciano sin mirarla.
“Qué asco. Que creerás que yo tengo ganas de un viejo de mierda”
vomitó la chica entrando en el interior.
Buscó su ropa pues hacía frio. Observó su ropa, la que
había llevado hasta ahora, esa ropa de ciudad tan poco útil donde estaba.
Rebuscó en el petate que le había traído su padre; “Ropa más adecuada para el
lugar donde iba” dijo él. La tosca ropa de trabajo le rozaba la piel, no era
agradable al tacto pero parecía más adecuada para la estancia en aquel lugar.
El anciano entró una vez se hubo vestido y se puso a
preparar algo de comer. “Mañana bajaremos por el envió, come y descansa porque
me ayudarás a subir las cosas”. La chica mientras comía en silencio notaba como
el cansancio se iba apoderando de ella, los ojos se le cerraban. Se acostó
rápidamente y mientras se quedaba dormida al calor del fuego ya no recordaba
que hasta esa mañana pensaba dejar una nota para que la recogieran.
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