Hace unos días estuve en el entierro de la madre de un amigo, después de un gran dolor físico su espíritu va a poder recuperarse.
En ese momento de dolor un abrazo es la mejor medicina, sobran palabras, lo que verdaderamente reconforta es el calor humano.
Cuanta necesidad tenemos de sentir ese calor humano, y sin embargo nos empeñamos en mantener distancias, en evitar acercamientos, cuantas veces reaccionamos ante un acercamiento con hostilidad, interpretándolo como una intromisión en nuestro espacio personal. Un espacio personal cada vez más grande conforme se engrandece nuestro ego.
Todas las culturas han desarrollado un complejo mecanismo de duelo, para que se produzca una adecuada digestión de la perdida, muchas veces traumática, de un ser querido. Pero una vez terminado ese duelo debemos dejar que la pena que nos inunda nos abandone y quedarnos con el recuerdo.
Qué sentido tiene seguir llorando meses e incluso años por un ser querido, es que acaso vamos a conseguir que vuelva, de hecho lo que conseguimos es dificultar su evolución espiritual en el otro plano, al no romper los lazos energéticos que nos unen a ellos y mantenerlos apegados a la Tierra.
Si no podemos andar por la calle mirando hacia atrás, como es posible que queramos vivir mirando al pasado.
Y ante la muerte cuantas cosas superfluas pierden su importancia.
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