Existe una belleza propia de los infantes, los adolescentes,
los veinteañeros; independiente de la belleza física. Son bellas y bellos porque
son jóvenes. Es raro encontrar patitos feos. Conforme se llega a la cuarentena
esa belleza de la edad desaparece, al unísono con los eternos sueños de
juventud.
En ese preciso instante se produce la aparición de la
belleza física autentica, que aunque ya destacaba con anterioridad, se
confundía con el común de la juventud. Esa belleza también sufre los estragos
temporales, a pesar de mantener cierta dignidad admirable; y de que sus sueños e
ilusiones se marchiten por igual.
A un nivel más profundo, existe otra belleza, la del alma,
que conforme maduramos, rejuvenece y que a pesar de que nuestra piel no
renuncie a mostrar el efecto del transcurso del tiempo, nos hace aparentar
menos edad e iluminarnos en una segunda juventud. La profunda insondabilidad de
la mirada, junto a una expresión esperanzada y reconfortante para quien nos
observa, es la más clara expresión de que la cara es el espejo del alma.
Y si nuestra alma torna a brillar, lo normal es que ese
brillo se contagie a nuestra expresión sin necesidad de cirugías cosméticas ni
photoshop.
No hay comentarios:
Publicar un comentario