Asciendo, elevo mi nivel de vibración; estoy en el lago
dorado de otras veces, me baño, me limpio con sus aguas, me lleno de energía.
Es un lugar especial para mí, sanador; últimamente también subo a mis pacientes
allí para potenciar sus trabajos de sanación.
Pero esta vez estoy sólo, o eso creía, se acerca una barca
alargada; se desliza sobre las aguas sin producir ondas. El barquero me
recuerda a Caronte, o a su versión luminosa; me invita a subir, con una pértiga
impulsa la barca, mientras surcamos plácidamente las aguas, algo cruza bajo
nosotros, en su lomo enormes aletas, que sobresalen del agua a ambos lados de
nuestra embarcación. Me recuerda a un dragón marino. Me olvido de él.
Llegamos a una orilla, un templo griego desciende sus
escalinatas de mármol blanco hasta la misma; deslumbra su blancura. Desciendo y
comienzo a subir dubitativo, en el interior de las columnas un intenso destello
de luz, una fuente de luz pura. Conforme me introduzco en ella voy perdiendo mi
forma, todo es luz. Comienza a girar, pierdo la noción de mi corporeidad, todo
se vuelve un remolino de luz que rota vigorosamente; no hay nada más, todo es
eso.
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