Sentí la necesidad de dejarla siempre abierta, de olvidar los temores aprendidos a que alguien entre a hacer daño, a robar. Pensé en otras épocas o en los pueblos pequeños, donde aún se dejan abiertas y hay sentimiento de comunidad.
Y me acordé de Epicuro y su Jardín, esa finca a las afueras de Atenas, esa casa con huerta, abierta a todos sin distinción de raza, sexo o clase social; una de las pocas escuelas filosóficas de la Grecia clásica donde se admitían a mujeres, esclavos y personas de dudosa reputación. Cuando lo normal es que sólo pudieran asistir hombres de noble cuna. Me pregunté, si aquella actitud rompedora de hace más de dos milenios, seguiría siéndolo hoy en día; me temo que si, no hemos avanzado tanto, creo.
Me cuestioné como adaptar esa actitud a estos tiempos y me di cuenta que mis dudas sólo eran miedos, miedo a compartir, miedo a convivir con otros, miedo a perder mis pocas posesiones, a lo que da algún sentido a mi vida, en definitiva miedo a perder mi pequeño mundo, a derribar las murallas del pequeño paraíso que todos nos construimos para defendernos del mundo, aunque ese paraíso no nos haga felices.
No se trata de imitar ni de volverse loco, se trata de amar y olvidarse de uno mismo, la puerta más importante que necesitamos abrir es la de nuestros corazones.
Abramos nuestros corazones, nuestras mentes, nuestros cuerpos, y después todas las demás puertas se abrirán por si solas.
Dándole vueltas al Jardín de Epicuro, me pregunté sobre quienes serían hoy en día, esos esclavos y esas personas de dudosa reputación de su Grecia clásica, y pensé en los ilegales, los indigentes, el lumpemproletariado (prostitutas, delincuentes de poca monta, drogadictos, etc.). En definitiva Los Nadies, en palabras de Galeano.
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